SUEÑOS PAMPLONICOS
José Leonardo Solano Marcial
Escucho el barullo de las personas en búsqueda de un gozo mayor, mueven sus brazos de un lado a otro esperando una emoción que retumbe hasta en la tela de aquel pañuelo rojo que portan. Las calles ligeramente estrechas y los balcones abarrotados de las casas aledañas mantienen mi expectativa de algún acontecimiento venidero. Un cántico extasiado da inicio paralizándome por su vitalidad y consagración hacia el santo querido: “San Fermín de Amiens”, luego, como si los clamores hubieran despertado la bendición, los presentes corren vehementes mostrando así una de las experiencias más ansiada por el hombre: el júbilo. Dejándome guiar por la multitud, corro con todas mis fuerzas alejándome de mis pesares cotidianos y centrándome en la desconocida pero gustosa sensación que provocan los bramidos que están detrás de mí. Tan distante hace poco y tan cercano ahora, el sonido de aquel bovino fornido parece un susurro al oído, no tengo idea hacia dónde debo llegar, pero sé que cuando lo haga, él estará allí…
Me levanto de aquel sueño pamplonico, bebo un poco de agua y le agradezco al toro enfrente de mí.
QUEDARSE
Daniel Gil Uriza
Mis amigos me dijeron: “Es la tierra de tus abuelos. Tienes que ir a Pamplona”. La verdad es que quería sentir toda la magia de la fiesta de San Fermín. Pero ellos creen que me persuadieron.
Apenas llegamos fuimos a vitorear al santo al casco viejo. Nos mezclamos con la alegría de la gente… tan anfitriona. Bailamos, cantamos en las calles entre una marea blanca y pañuelos rojos. Degustamos chicharros al horno, alcachofas con almejas, espárragos, cordero, bacalao. Platillos regados con intensos vinos bermejos o dorados, según el maridaje.
El día de la corrida, mis amigos desaparecieron y me dejaron apretando una bota. Entonces, apareció Lucía.
–Me convidas –dijo.
Le pasé la bebida. Mi remera Kukuxumusu estaba chorreada.
–El toro también quería tomar –dije.
Ella se rio, tomó un buen trago:
–Vamos que ya sueltan los toros –dijo.
La seguí, pero mis piernas no respondían. Me apoyé en el vano de una puerta.
Al rato, vi que venía Lucía entre la multitud con un cuerno apuntándole a la espalda. Desesperado, la atraje tomándola de un brazo.
–Gracias –dijo.
Pasó la estampida, pero su mirada se clavó en mi corazón para siempre.
Por eso hice la promesa de volver, para quedarme.