FIESTAS SIN FRONTERAS
Pablo Landa Boraita
Ser un chico de hounslow, periferia de Londres, y llamarse Robert Fermín Wallace es bastante raro. Según mi madre, mi padre nos abandonó y no tuve más explicaciones. Hasta que encontré aquella vieja carta que jamás llegó a su destino.
«Querido Fermín :
Te escribo estas líneas imaginándome contigo en nuestra mesa del Café Iruña. Sueño con el Chupinazo, el Riau-Riau, con los kalimotxos de las peñas y las gaupasas, como decís los de Pamplona. Me veo en las dianas, en el temerario encierro, en los almuerzos de huevos, jamón y txistorra, en la procesión, en las corridas de toros y en los fuegos artificiales comiendo un bocata. Me imagino paseando de tu mano por la Ciudadela y disfrutando de los días más maravillosos de mi vida. Pero no es ese el único tesoro que llevé conmigo, conseguí un regalo todavía mejor. Se que nuestro amor ya es imposible pero quería decirte que estoy esperando un hijo tuyo, un navarro.
Helen. »
Entonces lo vi claro, yo Robert de Hounslow, navarro como mi padre, tenía que conocer su ciudad, sus gentes, sus inigualables fiestas y presentar todos mis respetos al Santo que me había dado ese extraño nombre.
Viva San Fermín.
Gora San Fermín.
SAN FERVID-19
Xabier Pita
Me desperté con un ruido que llegaba desde la calle. Eran como unos cencerros, unas campanas. Qué raro, si aún no eran en punto. Abrí las ventanas y vi correr a gran velocidad unas manchas negras que se movían de lado a lado. Había también alguna marrón, otra blanca y parecía no gustarles mucho la curva. Me puse el termómetro, por eso del calor y de lo que acababa de ver.
Volví a abrir las ventanas. Ahora subían hasta mí unas finas y agudas notas musicales. El sol me daba en la cara y hacía arderme la frente. La melodía acompañaba a unos círculos de colores que se movían con elegancia en forma de zig zag. Me volví a poner el termómetro.
A medida que pasaba el tiempo estaba más confundido. Caída la noche, ya no eran ruidos ni música lo que me desconcertaba, sino chispas de fuego. Al principio salían del medio de la calle, pero después alcé el cuello y vi lo mismo en el cielo. Esta vez de colores y del tamaño de la luna.
Me pongo por tercera vez el termómetro, enfadado, cuando llaman al timbre:
—¿Sigues confinado? Te traigo una docena de los que te gustan… ¡De La Mañueta!