LA VIDA
Hugo Daniel álvarez Picasso
LA VIDA
Viví de las reservas de agua y carne seca. Todo indicaba que iba a morir si esperaba malgastar la energía que aun guardaba. Evalué mis chances de resistir y eran mínimas. Comencé a cavar en el centro del comedor. Di con un polvo fino y endemoniado. Cavé, cavé, cavé. Con mis ojos cerrados y la boca tapada, mis manos en lanza comenzaron a horadar la arena. Sentí que nadaba en esa masa seca y suave como el talco. Mi camino era azaroso y sin razón. Nadé, nadé, nadé. Cuando desperté, estaba frente a una costa sin mar. A lo lejos divisé que la arena formaba nubes de polvo. Más cerca por el mugido comprobé que cientos de toros corrían en mi dirección. Corrí, corrí, corrí hasta noté que no era visible para la manada. Pasaron a mi lado con tanto vigor, con tanta vida, con tanta energía que decidí seguirlos y eso hago. Me adentré en un pueblecito de callejuelas curvas, con gente vestida de blanco y pañuelos rojos. Una fiesta se celebraba en honor a un Santo. Los toros y las gentes eran unos celebrando un ritual que desconozco. Retomé la vida, y aunque invisible, vivo allí
REMEMBRANZA, DAME LA MANO.
Luis Carvajal Belisario
Afuera, la fiebre por los sanfermines está de padre y señor nuestro. Adentro, en la intimidad de mi alcoba, los recuerdos, muy desparpajados ellos, han montado su propio barullo. En mi espalda descansan unas cuantas décadas, y todavía permanecen indelebles en mi cajita pensadora aquellos momentos vibrantes que incluso hacen que me ría solo: el chupinazo, el inicio de una juerga alucinante, y tan internacional, que ni la Gardner ni el Hemingway se le resistieron; la procesión, coartada perfecta para dármela de religioso y ponerle el ojo a una que otra moza devota escoltada por una madre mal encarada; el encierro, esencia primordial de aquella celebración, carrera bestial que tantos raspones nos regaló a muchos. Cómo olvidar esas charangas que me hacían sacudir el cuerpo cuando ya el alcohol, en vez de sudor, brotaba de mis poros; o el jaleo que armaba mi retoño, Fabián, empeñado en treparse en los zaldikos, mientras que los kilikis lo hacían chillar como sirena de ambulancia….Para cuando el « ¡Pobre de mí!» casi me respiraba en la nuca, ya los caldicos, los piquillos y los ajoarrieros apenas podían resucitarme… Lo digo convencido, aunque la chochera me trabe la lengua: ¡San Fermín, tus fiestas son las mejores!