VIVIENDO SANFERMINES
Lorena Bajo Arguello
Todo comenzó en un puesto de la estación. Escogido al azar, como regalo de bienvenida para la amiga que venía llena del cariño que ella necesitaba, estaba sola por trabajo en la ciudad.
Testigo de sus confesiones, escuché las historias que contaron… Disfrutamos en Estafeta, deseando poder bailar toda la noche hasta recibir a los toros en la plaza. Quería estar en su aventura, pero al salir del baño, me enganché en un picaporte.
Una niña me encontró y pidió a su madre atarme a su cintura. Iba preciosa con su vestido favorito, supe que esa noche no dormiría, mañana vería desde un balcón la carrera donde desfilaría gente de todo el mundo. No llegué a acompañarla, salió corriendo del parque donde jugamos y la lazada se soltó. Desde el suelo, me despedí.
Un chico alemán me recogió. Venía de muy lejos para conocer la cultura española, estrujamos la ciudad hasta el amanecer. Colgado de una silla me olvidó.
Me rescató un valiente pamplonés camino al corral. Recorrimos los 875 metros delante de seis toros hasta la plaza. Sentí adrenalina, emoción y excitación por sentirse vivo.
Soy un fajín cualquiera, con la suerte de vivir cuatro Sanfermines en uno. Todos con la misma ilusión.
RESACA
Verónica Aranda Casado
A las 8:01, el torero preferido de Hemingway vio pasar el encierro desde un balcón del hotel La Perla. Acababa de regresar a su habitación, tras una noche de juerga con el escritor americano y, al ver la bravura y velocidad de los toros que lidiaría esa tarde, sintió náuseas. Hizo el gesto de banderillear, pero apenas podía subir los brazos. Fue tambaleándose hasta la cama, arrepentido de haberse excedido con la Cazalla.
Cuando llamaron a la puerta, le estallaba la cabeza.
—Maestro, es hora de vestirse — dijo una voz femenina aguda.
Abotargado aún, reconoció a la cupletista que sedujo en los San Fermines del año anterior y abandonó enseguida. La mujer se acercó y le dio un beso fugaz. Olía a violetas. Luego, le puso despacio las medias y el traje cobalto y azabache, mientras canturreaba “El relicario”. El matador no acertaba a disculparse ni ella le pidió explicaciones. Le apretó fuerte los machos y se fue.
La resaca se agravó al pisar el ruedo, bajo el sol de julio. Al intentar hacer un quite por navarras, las piernas no le respondían y el toro lo arrolló. Solo alcanzó a ver el rostro satisfecho de la reina del cuplé, ávido de tragedia.