A SU IMAGEN Y SEMEJANZA
Margarita Del Brezo
Cada vez que llueve el mundo se desdibuja y todo empieza a borrarse del mapa. Tan solo los árboles aguantan el impacto del agua. La gente corre aterrada en busca de cobijo, pero no hay árboles suficientes y los que sobreviven pierden brazos, pies o cualquier parte del cuerpo que el temido líquido haya salpicado.
Cuando escampa, mi madre coge los pinceles y las acuarelas y pinta el mundo otra vez a su imagen y semejanza. Aprovecha para rectificar errores y cambiar lo que no le gusta. Donde estaba el bar de Marisa antes del último chaparrón ahora hay una alpargatería. Papá pasaba muchas horas allí, murmura con un pincel entre los dientes mientras retoca el luminoso que hay sobre el escaparate. Marisa se llama ahora Fermín y tiene el torso musculado y unas manos largas y suaves. Yo le recrimino que no puede jugar a ser Dios, pero ella hace como que no me oye.
Esta mañana ha empezado a pintar toros, gente vestida de blanco con un pañuelo rojo al cuello, pintxos de chistorra, comparsas de gigantes y cabezudos, barracas, peñas, txistularis y hasta fuegos artificiales.
—¡Mamá, pero qué haces!
—Vamos, corre, hija, que acabo de soltar el chupinazo.
EL CHARLATÁN
Alberto Oroz Valencia
Lo recuerdo, siempre subido en su tinglado; en su púlpito diría, pues tenía voz de predicador. La voz de aquel capuchino de blanca y profunda barba que solía venir a mi pueblo, y subido al púlpito, ensalzaba hasta la adulación a nuestro Santo Patrón.
Siempre estaba rodeado de numerosos y atentos feligreses; siempre bien vestido, con su corbata y su sombrero, aunque a veces, creo recordarlo con boina. Vendía relojes, cadenas, pulseras, toda clase de joyas y alhajas; eso sí todo de oro de ley, pipas para los elegantes fumadores, y hasta paraguas por si se presentaba la tormenta o el sirimiri.
En aquella vieja maleta no sé cuántas cosas cabían.
A León Salvador, como me dijeron que se llamaba, siempre lo veía por las fiestas de San Fermín. Cerca de la parroquia de San Nicolás.
Cuando, a las cinco de la tarde, mi padre iba a los toros, y me quedaba en el paseo de Valencia escuchándole a él. Me gustaba lo que vendía; pero mucho más cómo lo hacía.
Le llamaban charlatán, pero para mí era el mejor monologuista.
No vendía; regalaba, entretenía, y además no cobraba.
Sin León Salvador los Sanfermines no hubieran sido iguales.