EL TROMPAZO
Iñaki Tolaretxipi Olaizola
¡Oh! ¡no me lo podía creer!, me había tocado.
El ayuntamiento de Pamplona, (con el beneplácito de la Comunidad Foral), tuvo la brillante idea de efectuar un sorteo, entre los censados-as de la ciudad, cuya fecha de nacimiento comprendieran entre los años 1990 y 2000.
Era uno de los pocos privilegiados, que podía correr, en el único encierro que se iba a celebrar, en tiempos de la pandemia.
Los 875 metros del recorrido, serían cubiertos por 20 mozos-as, 43,75 metros cada uno-a.
Me tocó la calle Mercaderes. Ese cornúpeta no me quitaba la vista de encima, corría más que yo. Un quiebro, dos quiebros, y ¡Zas!, como una calcomanía, estampado contra la valla.
Aquí estoy, en el Hospitalario de Navarra, con una fuerte conmoción cerebral. Lástima que no tenga herida de asta, para poder presumir delante de la cuadrilla. Todavía me queda por escuchar la bronca de mis padres.
—¡Hola Aitor! Me ha dicho el médico, que no es nada, 24 horas en observación, y para casa. Por cierto, esto no volverá a ocurrir, ya le he puesto antideslizante a la bañera.
ENCIERRO
José Antonio Santos Rodríguez
Vine a Pamplona desde el Caribe, ansioso por hacer realidad un viejo sueño: correr delante de una manada de toros. En la mañana del siete de julio abordé la calle, vestido con camisa roja, pantalón blanco y zapatillas. Era la primera jornada y quería participar en las siguientes. Me sentía cómodo y ágil para recorrer más de ochocientos metros en tres minutos. Antes de iniciar el encierro eché otro vistazo a la ruta que terminaba en la plaza. Cerca de allí tuve la mejor lección de mi vida.
En el corralillo había un toro muy negro, distinguido por un lucero blanco y cuernos retorcidos. Sus ojos brillaban por la furia. Entonces me dije: “lo voy a poner más violento”. Le lancé un par de botellas vacías golpeándolo en el hocico. Desde que iniciamos la carrera, se me aproximó tanto que podía percibir sus resoplidos en mi trasero.
Caí antes de llegar a la plaza. El tauro me rozó con las puntas y pensé: “ahí viene la cornada”. El olor de mi cuerpo lo hizo retroceder, pero regresó deprisa y esperé de nuevo el ataque. Un segundo, dos, tres… creo que me tomó lástima.