VINO BLANCO, MARCHÓ TINTO
Iria Blanco
Después de la bronca con su hermano por no querer juntar sus cuadrillas para el almuercico, se dirigió orgulloso a sacar la ropa de la lavadora que él mismo, por primera vez, había preparado. Eso sí que se merecía un buen chupinazo. Tras el pitido que indicaba que el programa de lavado había finalizado y se podía abrir la puerta, sus ojos le hicieron entender que de aquello no lo salvaba ni el capotico de San Fermin.
Un envoltorio de sugus rojo fue suficiente para convertir Julio en Abril, ya que su traje blanco de mozo se había convertido en uno más propio de la feria de Sevilla.
“¡Pobre de mi!”. Exclamó mientras se tiraba el tempranillo de su padre por encima.
A PAMPLONA HEMOS DE IR
Daniel García Rodríguez
Sus miradas se cruzaron en medio del clamor blanco y rojo, y cuando sonó el chupinazo ya se habían olvidado de todo lo que ofrecía la mejor fiesta del mundo. Eran los primeros sanfermines para ambos, pero ninguno volvió a acordarse de los encierros, las comparsas, los conciertos, las exhibiciones de tronzalaris y levantadores de piedra, el poteo, los churros y el calimocho. Al cabo de siete días repletos de orgasmos y promesas al oído que resonaban con más fuerza que los fuegos artificiales de la Ciudadela, abandonaron el hostal de la mano y seguían creyendo en la magia como dos almas inseparables.
Después llegó el compromiso, la mudanza, el baño compartido y los armarios separados, los horarios incompatibles, los abortos, los psicólogos, los celos, las peleas en público y los silencios en el dormitorio. Cuando al verano siguiente volvieron a Pamplona para celebrar su aniversario ya solo quedaba por decirse el último adiós.
Poco antes del chupinazo se dieron las gracias por todo, sin rencores ni odios imposibles de sentir en aquel ambiente incomparable, y cada uno se perdió en un mar de alegrías. Al menos en aquella ocasión podrían conocer lo mejor de la fiesta.