SANFERMINERA
Juana María Igarreta Egúzquiza
El alcalde de Pamplona lo dijo así de claro: “Muy a mi pesar, me veo obligado a suspender las fiestas de San Fermín de este año 2021”. Estas palabras que disparó al punto de la mañana el viejo aparato de radio, cuyo volumen endiablado parecían manejarlo unas manos invisibles, impactaron como proyectiles en los oídos de Sátur, nublando irremediablemente su mirada. Acodada en el alféizar de la ventana se asomó al interior de sus recuerdos y, envuelta en un tsunami de nostalgia, una vertiginosa sucesión de imágenes ocupó su mente: Sátur niña, escapando de Caravinagre presa de un temor emocionante; Sátur joven, bajo el hechizo de los fuegos artificiales degustando besos con sabor a kalimotxo; Sátur madre, de gaupasa en el sofá esperando el milagro de la aparición de los hijos; Sátur abuela, bordando en plata el nombre de su primer nieto en un pañuelico rojo.
Cuando se sobrepuso, algo avergonzada, murmuró por lo bajo: “Con la que está cayendo y yo tan mayor dejándome llevar por estas sensiblerías… Mejor que no se entere nadie”. Luego cerró la ventana y se dirigió al santo que presidía la biblioteca: “¿Qué tal si sacas tu capotico y nos libras ya de este morlaco?”.
AHORA
Valentín García Valledor
Ahora, que he viajado del campo a la ciudad, ya entiendo las historias que se contaban sobre la tranquilidad y paz del primero a las prisas y los ruidos de la segunda. Descontando, por supuesto, esas largas carreras que nos dábamos por la dehesa cuando veíamos asomar a los caballos. Sin embargo, eso era para mantenernos en forma, para echar músculo. La mayoría de los días estaban dedicados a trotar, comer y retozar.
Ahora, tras un largo viaje a Pamplona y alojado junto a mis amigos en un recinto cerrado, he pasado una noche entre pesadillas y vigilia. Varias veces he soñado con garrochistas a pie dándonos con largas varas si nos rezagábamos y un camino, estrecho y sinuoso, precedido por mozos y mozas vestidos de blanco y con rojos pañuelos en el cuello.
Y ahora mismo, tras haber escuchado voces humanas recitando cierta plegaria a San Fermín, mientras aún resuena un fuerte chupinazo y se abre la enorme puerta de salida a este encierro, el instinto me dice que lo único que debo hacer es abrirme paso sin perder de vista el lomo y los cuernos de alguno de mis compañeros de viaje.