XIII Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín


QUIENES DISFRUTAN NUNCA MÁS SE VAN

Eduardo Omar Honey Escandón

—Sólo se pueden ver cuando se suspenden los sanfermines. Sin personas en la calle es cuando aparecen.
—¿A qué te refieres?
—Pégate a la pared, entre las sombras y espera. ¿Sabes que la fiesta ocurre el siete de julio de cada año?
—Eso todos lo saben.
—Pero sólo hay seis toros de lidia. ¿Por qué no siete? Así serían 7-7-7, el número de Nuestro Señor Jesucristo.
—¿En serio? ¿Lo es?
—Si, el 777 es místico. Si no me crees, googleálo. Bueno, fíjate al fondo, allí donde salen los toros. Siempre ha existido un séptimo toro pero su presencia es, ¿cómo decirlo? Divina, etérea.
—¡Es cierto! ¡Es el fantasma de un toro! ¿Cómo lo sabías?
—Calláte y no hables, vienen para acá.
—¿Vienen?
—Shhhhh
—….
—Y seguirán el mismo trayecto de la encerrona. Ha sucedido por siglos. Antes sólo era el toro y alguien lo notó.
—Entonces, ¿quién es el encapuchado que lo escolta? Se me hace conocido su rostro.
—Claro que lo conoces, fue alguien bien conocido y que dejó su alma por acá. Es Hemingway.
—¿El escritor?
—Si. Él me contó del séptimo toro. Dice que quien lo ve nunca más se irá de las fiestas. ¿Te lo presento y le preguntas?
 

LA ZAPATILLA SANFERMINERA

Pedro Sanz Lallana

Y yo me dije: «Ay, Dios, ¿cómo es posible que mi zapatilla me lleve un metro de ventaja por los aires?»
La respuesta me llegó enseguida junto con un soberano batacazo contra el suelo: «¡Zummm, clonc, plas! Un jodido morlaco que no había visto llegar por la espalda me dio un revolcón al pasar por Estafeta. ¡Maldita sea!, tengo que recuperar mi zapatilla y mirar para atrás de vez en cuando».
Pasó la marabunta y allí estaba mi zapatilla, a un metro de distancia, tranquila, blanquita, mirándome sin inmutarse; yo, en cambio, con un moratón en las nalgas y el pie descalzo. «Tengo que mirar por donde piso —me repetí para darme ánimos— y al toro que viene descolgado, ¡ostras!, que voy como un loco».
Me enderecé dolorido, calcé la zapatilla sanferminera, y con ánimos redoblados me fui a sofocar la angustia en el bar de la esquina.
Y así fue como celebré mi último encierro, el definitivo. A fin de cuentas, no estuvo mal este broche de oro.

NOTA: Todavía conservo la zapatilla como un buen recuerdo de San Fermín.