FILOMENA
Manuel David Arce Martino
El abuelo Ernesto nos despertaba al alba para ordeñar las vacas. Las llamábamos a cada una por su nombre. Mi abuelo, como un muchacho de 18 años levantaba barriles de melaza, bloques de sal, regaba el piso con una manguera, mientras mi padre, dormía su borrachera en la hamaca bajo los algarrobos con un botella de chicha bajo la almohada. Filomena era la más obediente y no requería que la amarraran para ordeñarla, bastaba con que le diéramos unas vainas de algarroba. Mi abuelo, como hablando para sí mismo, sin mirar siquiera a mi padre nos contaba de un pasado lejano cuando Filomena corría por las calles de una ciudad lejana, en España. ¡Qué cojudo su padre! Hice mi mayor esfuerzo y vendí mi chacra para que estudiara en Europa y tuviera un futuro mejor. Y lo único que hizo, fue gastarse la plata en mujeres, viajes y francachelas y, para remate, lo engañaron vendiéndole un toro en San Fermín, que al final resultó siendo la vaca Filomena. Al menos es la que más leche produce, decía, acariciando al enorme animal rumiando las algarrobas, ensanchando la nariz. Mi padre, que hacía como si no hubiera escuchado nada, se dio vuelta, resopló, y fingió roncar.
SESENTA
Manuel Pablo Puerta
Ayudo a padre a vestirse. La ropa, otrora blanca, amarillea levemente como piel de anciano. Observo que cada año le queda más grande, pero ciño un poco más la faja e intento olvidarlo. Él mismo se anuda el pañuelo rojo, descolorido por los años, su mayor tesoro.
Dejamos una Pamplona anegada de mozos que, ebrios aún de adrenalina, se cuentan sus carreras palmoteándose los hombros. Padre mira por la ventanilla y aprieta los labios, envidiándolos con todas sus fuerzas.
Al bajar del coche, cambia el bastón por un periódico enrollado y endereza la espalda. Vuelvo a ser la niña que admira el valor de un padre, como cuando salía a correr el encierro. Entramos en la residencia donde madre, encorvada en una butaca, balbucea en ese idioma onírico que sólo ella conoce.
– ¡Pilar! – dice él.
Ella le mira y se transforma: sus ojos emergen del maldito pozo donde se esconden, las manos sarmentosas se relajan y su boca nos vuelve a regalar esa sonrisa inolvidable al ver a padre. ¡Ese, ese es el mozo que conoció en Mercaderes! y ese es su pañuelo, el que le robó junto con el corazón, aquel siete de Julio de hace sesenta años.
MORRIÑA
Mar Conde Fernandez
La Tómbola de Cáritas empezaba su andadura dispuesta a repartir la solidaridad e ilusión que necesitábamos en aquel momento. Mamá, de la mano del Padre Fermín, amigo de la familia, había pensado que, la mejor manera de hacerlo, era haciendo muñecas de trapo. Desde bien pequeña, la abuela les había enseñado a coser, y, todos los viernes, mientras escuchaban el serial de turno en Radio Requeté, daban puntadas con mucho hilo.
Papá, médico de profesión, había cogido plaza en la Misericordia. Los días de encierro trabajaba siempre dispuesto a auxiliar a quién lo necesitara. En casa, como era su tradición, el día 6 a las 12.00, nos daba una peseta que, cada uno destinaba a lo que quería: Leire se iba con Txumari, su novio de siempre, a ese circo “picarón” que permitía alguna que otra “licencia”. Yo, decidí gastarlo en la Tómbola dispuesto a que me tocara el Super Citroen, premio estrella de aquellos San Fermines.
Mamá y papá se fueron con su cuadrilla a ver a Manolete y ya no les vimos hasta el dia siguiente. Era el disfrute total de la vida en cada almuerzo, en cada vino, en cada baile, en cada rincón de Pamplona. Era la burbuja de FIESTA.