XIV Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín


GUSTICO

Mariajo Tabar áriz

En casa de Antonio se celebraba la escalera sanferminera todos los días a las doce del mediodía, con puntualidad de Ángelus de frontón o de maquinaria suiza. Dos trocicos de txistorra sagrada, un huevo frito y un vaso de clarete comprado en la bodeguilla de Iturrama.

La casa entera olía a felicidad. El humo se deshacía por el patio de la cocina. La grasa y el pimentón flotaban vaporosamente en el ambiente, perdiéndose pasillo arriba. La sartén era un botafumeiro. Mi padre oficiaba así la celebración de la vida, desafiando al colesterol y al calendario. Era imposible enfadarse con él mientras lo veías comer.

Desde que no está, reconozco su fiesta en mi forma ratonera de atacar las tajadicas de queso y apurar los zuritos de cerveza. Desde que no está, no hay día que no intente yo convertir en San Fermín, con su miajica de minutos de gloria, con su música, sus huevos con o sin puntilla, su ajoarriero de tendido sombra.

Las papilas gustativas tienen memoria y alojan los momenticos más importantes de la vida. Encendamos el fuego y compartamos una ración. Por los que están, por volver a estar, por ser, por saber. 

AMOR EN BLANCO Y ROJO

Mariam Vicente Copete

Le llamaban el holandés, aunque nunca le preguntaron dónde había nacido. Tampoco se sabía su edad real, pero sus arrugas, los silencios que respondían por él y el andar renqueante y pausado anunciaban que rondaría los noventa.
Nunca sonreía, y su vida era todo un misterio.
Cuentan que llegó atraído por los Sanfermines, allá por los años cincuenta, y que corrió año tras año como un pamplonica más. Dicen que se le metió la fiesta en las venas, y que Pamplona le enamoró tanto que enterró su corazón bajo los adoquines de la calle Estafeta. Con el tiempo compró la casa de los Iturbide, en la esquina con Mercaderes, cuando su hija Carlota murió, tan joven, tan bella, y ellos marcharon, rotos de dolor.
Todos los siete de julio encabezaba el encierro justo en ese tramo, y cuando ya no pudo correr, sacaba chocolate caliente a la puerta tras la carrera para ofrecerlo a los corredores.
Todos los años, hasta ese. Los habituales le echaron de menos, sí, pero no fue hasta días después, cuando el mal olor enturbiaba el ambiente de fiesta, que la Policía echó la puerta abajo, y se encontró con Hans eternamente abrazado a un retrato de su querida Carlota. 

EL VIAJE DE OLGA

Mariano Bravo Santamaría

Me llamo Olga Melnyk, tengo veintidós años y soy de Ucrania. El día 24 de febrero, por la madrugada, mi familia y yo tuvimos que abandonar apresuradamente nuestra casa, nuestros trabajos y nuestros recuerdos por la guerra, sin saber si alguna vez podremos regresar. Tan solo pudimos coger algo de ropa, comida y dinero.
Después de un largo viaje y miles de kilómetros a nuestras espaldas pudimos reunirnos en Pamplona con mi amiga Irati, que nos acogió con los brazos abiertos.
Unos meses más tarde llegaron las fiestas patronales con el chupinazo, su alegría y su «pañuelico» rojo.
Tras una larga noche de fiesta vimos los encierros desde la barrera y fuimos a comernos unos churros a La Mañueta. Más tarde regresamos a casa para dormir y descansar unas horas.
Por la tarde disfrutamos de la merienda en la plaza de toros y al salir asistimos a un concierto en la Plaza del Castillo.
Cuando se hizo de noche nos dirigimos a la feria y allí entre las luces de colores, la música y las atracciones poco a poco y sin saberlo me fui enamorando de Irati. Fue entonces cuando me di cuenta de que… ¡El amor siempre es más fuerte que el odio!