XIV Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín


PLENILUNIO

Mirentxu Arana Lesaca

Y yo pensé que no te acordabas. Ayer hizo un año cuando nuestros caminos convergieron y se unificaron. Un año juntos, volvíamos de los fuegos. Fue Juantxo el que nos presentó.
-Oye, tú no serás la amiga de Marisa, la que trabaja en el hospital…
-Sí, soy yo, ya tenía ganas de conocerte
Y nos conocimos y quedamos para el día siguiente, y para el otro, y para el otro…y nuestros sanfermines cobraron nuevo brillo y nuestra vida se convirtió en una fiesta…
Ayer hizo un año y yo pensé que no te acordabas.
La plaza lucía espléndida. El tendido de sol olía a ajoarriero, a txistorra, a tintorro de bota. Un silencio, con pretensiones de paréntesis se instalaba en nuestro entorno, y te arrodillaste ante mí con una cajita abierta en tus manos y asistimos a un fotograma cursi de película antigua.
-Nerea, ¿quieres casarte conmigo?
Hay momentos en que las palabras se diluyen, empobrecidas de puro usadas y son los gestos quienes toman el relevo, los gestos, las lágrimas y el ¡hurra! atronador de la peña.
Sobresaltada desperté de pronto,
sin nada que estrechar entre mis brazos,
porque un rayo de sol rompió el hechizo
del sueño de una noche de verano 

RÁPIDO COMO EL VIENTO

Modes Lobato Marcos

Estalla el primer cohete. Abren la puerta. Salen los toros. Corro. Corro. Corro.
Corro por la curva de Estafeta, salgo de Pamplona, corro hasta Marsella, hago la Ruta de la Seda, llego hasta las puertas de Damasco, atravieso Kandahar, asciendo el Annapurna, aparezco en la cara oculta de la Luna, bailo un vals en los anillos de Saturno, regreso a la calle Mercaderes y…
No.
Durante las fiestas de San Fermín no volveré a ver «Forrest Gump» antes de dormir.
Son agotadoras sus posteriores pesadillas. 

OCHOCIENTOS SETENTA Y CINCO METROS

Mónica Amorós

Ochocientos setenta y cinco metros. Repito mentalmente la cifra una y otra vez. Despacio, como si entonara un mantra. Alargando al máximo cada sílaba, enlazando la última con la primera.
Siento vértigo. Cierro los ojos e intento atraer la calma centrándome en mi respiración. Acompasándola. Expirar, retener, inspirar. ¿O era al revés? Me digo a mí mismo que el miedo solo desaparece si lo miramos a los ojos, desafiándolo. No podemos dominarlo ni eliminarlo. Solo se desvanece cuando lo comprendemos, cuando lo abrazamos.
Un brusco empujón me saca de mi letargo instrospectivo. Es entonces cuando fijo mi atención en la cuesta de Santo Domingo, donde, ansiosa, la multitud espera nuestro paso. Me detengo por un instante en las caras, rostros que visten carcajadas y euforia.
El estallido de un cohete retumba y todo se acelera. Un mozo empuja con determinación mi lomo. Siento el suelo resbaladizo bajo mis pezuñas y el impacto frío contra el suelo. En el asfalto, el olvidado pañuelo rojo de algún corredor me devuelve lo efímero del momento. La adrenalina me hace levantar y seguir. Latidos de cencerros. Ochocientos setenta y cinco metros.