FEA ELENA
Pablo Antonio Rangel Díaz
Cuando Elena se vio en el espejo no tuvo ganas de preguntar nada; para que, si era evidente la respuesta: “Elena, no eres la más linda”. Entonces quiso preguntarle ¿quién es la más fea? Pero miró en el espejo, volvió a callar. Afuera la alegre música invitaba al baile, la jarana; olía a flores, los hombres cantaban y el viento silbaba en su misma melodía. Elena se alejó de aquel artilugio maléfico con la frente en alto y hombros erguidos, buscó entre sus vestidos y se metió en uno de rojo intenso, de ceñida talla y faldón de aires frescos. calzó tacones altos, pañolón negro, recogió el cabello en fino tocado; con fuertes líneas trazó cejas, ojos y boca. La chistera apostada y fino cinturón. Tomó una copa rebosante de vino y puso sus sentidos en la calle y sus ojos en el espejo. Salió de la casa y dejó tras ella el estrépito del vidrio estrellándose contra el suelo y una moribunda silueta de una mujer fea arrastrándose hasta desaparecer.
En la madrugada Elena volvió a casa. Buscó el espejo, halló mil pedazos en el suelo y en cada uno de ellos a una bella mujer de vestido rojo mirándose en sus ojos.
LA CICATRIZ
Paco Munilla Lenguas
Con el cambio de estación siempre le picaba la cicatriz a Julen.
-Ya está próximo el chupinazo – balbuceó , mientras su cuidador empujaba su silla de ruedas a los soportales de la plaza del Castillo para protegerlo del sol.
– Aquí, unos Sanfermines, Juanito Quintana me hizo subirme la camisa para enseñarle al escritor la cicatriz, lo recuerdo con nitidez; puedo escucharlo hoy todavía como narraba con pasión el episodio. Decía con vehemencia:
-¡En plena Estafeta fue el puntazo y no terminó en tragedia gracias al pastor!, ¿Verdad Julen?-
Yo, asentía con la cabeza haciendo una mueca de dolor para darle más realismo a la historia. El escritor miraba la cicatriz y escuchaba con atención la arenga de Juanito Quintana. Apuró la botella de vino, sacó su libreta y comenzó a escribir:” Quintana, el mejor aficionado y el más leal amigo de España…” años más tarde leí esas palabras en su libro: “Muerte en la tarde”.
Aquel día, el escritor regresó al hotel de Juanito Quintana embriagado por el amor a unos Sanfermines que le dejaron una profunda cicatriz en el alma.
– Súbeme la camisa y ráscame la cicatriz -le dijo Julen al cuidador esa mañana de primavera.
HEMINGWAY Y CÍA
Paloma Hidalgo Díez
Mientras espero el chupinazo canalizo los nervios observando a los otros. Cuando empecé a correr, como no lo hacía cerca de los toros, estaba más tranquilo, pero desde que participo así, necesito buscarme válvulas de escape de la tensión. Imagino sus motivaciones, al joven casi imberbe de mi derecha le mueve la testosterona, al irlandés –solo los dublineses son tan pelirrojos- el exotismo de la aventura, el miedo al envejecimiento es el motor del sesentón que salta delante de mí, por cierto, mucho más en forma que algunos treintañeros. La transmisión de tradiciones impulsa al padre que coloca el pañuelo al hijo, y a este, las ganas de morder la manzana que le aleja de la niñez. Están los que se retan, hay curiosos, indecisos, los que aún no saben lo hermoso que es un toro visto de cerca, y los profesionales que tienen un máster en el control de la adrenalina. Debutantes. Veteranos. Famosos, ciudadanos de muy lejanas latitudes, anónimos cumplidores de promesas, locos de las emociones fuertes. Y luego, los que como Arthur Miller, que me acaba de desear una buena carrera y yo, nos reencarnamos en pamplonicas porque una sola vida no es suficiente para vivir tanta pasión.