LA FIESTA IN SITU
Ricardo Francisco Covelli
En julio del año dos mil diez visité un amigo de la infancia en la ciudad de Tafalla, cerca de Pamplona. Pese a los detractores de la festividad que la asocian con violencia, aunque no comparta esa postura quería comprobarlo. Preparamos el atuendo blanco y rojo, en el bolsillo el típico pañuelo y a Pamplona iremos de ir “… siete de julio San Fermín”. Al llegar con Manuel, coincidentemente se da el aviso del txupinazo y se desata la locura y a vivir la fiesta. Las calles se impregnan de la transpiración de los toros y de la multiplicidad de colores de todos los protagonistas, con sus cánticos y gritos. Balcones abarrotados de pasión. Unos beben vino, otros sangría. Unos intentan tocar los toros enfurecidos, otros esquivarlos o correr todos con gran valentía por las calles empedradas. Seguramente San Fermín, patrono de Pamplona, está contemplando feliz desde algún balcón imaginario del cielo azul al ver su gente alegre. Mirando los pañuelos rojos no olvidar la representación de las Cinco Llagas de Cristo. Tal vez Hemingway se lamente no haber podido asistir en esta ocasión, pero está siempre presente. Comprobé que la festividad es el reencuentro de la ciudad con su Santo, su misionero cristiano.
UNA LUZ PALPÁNDONOS LOS SENTIDOS
Roberto Simón Romano
UNA LUZ PALPÁNDONOS LOS SENTIDOS
Hay una luz palpándonos los sentidos. Hay un San Fermín o un escudo o un encierro o unas palabras o un amor indestructible o unas notas musicales grabadas en cada uno de nosotros. Tenemos todos muchas ganas de volver a disfrutar los Sanfermines. Después de dos años de ser suspendidos por el Covid, nos desvivimos por volver a gozarlos. Somos abundantes. Somos necesarios. Somos identidad de Fiesta. Somos alas. Somos el color de la alegría y el entusiasmo. Llevamos mucho tiempo en el ostracismo, en el cajón de la espera, en el silencio del descanso, en el doblez de la pulcritud. Pero, ya falta poco para ser alzados a la euforia del aire pamplonés. Y nos desvela el ansia de músicas, bailes, risas; el ser testimonios de la jovialidad, el atarnos al jolgorio de miles de gargantas. Somos la señal inequívoca de estar en el lugar y en el momento deseado. Somos la insignia que nos une. Somos el alma visible de la juerga y la diversión. No somos seres humanos. Somos acompañantes. Somos vestimenta. Somos los pañuelicos rojos que en los cuellos de la gente damos fe de la excelencia de los Sanfermines.
EL PRIMER BAILE
Roberto San Martín San Julián
Cuando llegó, ya había cientos de niños esperando la primera salida. La del 6 de julio. Entre ellos, los suyos, de los que esperaba, algún día, se convirtieran en la tercera generación. Lo llevan en las venas. Su abuelo se había encargado de ello. Les había construido una pequeña estructura con las que les enseñaba todos los bailes los domingos después de comer. Aimar incluso había podido vivir los últimos sanfermines y ese momentico tan especial con la rondalla.
Recordaba perfectamente esas primeras fiestas en las que entendió a qué se debían tantas ausencias. Su madre siempre bromeaba con que, durante esos días, papá la cambiaba por Braulia. Y cuando le ofrecieron bailarla no lo dudó. Había tenido que trabajar duro; pero se lo debía. “Era imposible que tu padre sobreviviera a dos años sin fiestas. Eran su gasolina. Y así, el virus pues le pillo bajo de ánimo; pero hoy estará contentísimo allá arriba”, le había dicho su madre antes de irse, sin poder evitar las lágrimas. Y ahora, mientras la levantaba al son de los primeros redobles, se sintió más cerca que nunca de su padre. Sonrío. Braulia había quedado en buenas manos. Las de ella. La hija de Agustín.