XIV Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín


CHUPINAZO

Rubén álvaro Lorenzo

Aquellos algoritmos serían su salvación. Se sabía ya, por todo ese humilde barrio, que los Servicios Sociales los usaban para determinar las ayudas tan necesarias, y tan lejanas a su vez. Pero también, serían su perdición. Con su autoestima a nivel del suburbano, su última estación siempre era la taberna de la plaza. Al salir de la misma, en la noche cerrada, avanzaba serpenteando calle abajo hacia su portal. Pasos que eran, obviamente, inestables. Serían esos imprecisos cálculos los que le hacían llegar a su nido. A veces, incluso pasaban horas…
De repente, se despertó con el sonido del chupinazo de San Fermín. Se levantó de la cama, tal y como cayó en la madrugada anterior de luna llena. Y al llegar al espejo, se vió que seguía con la ropa del día anterior. Fue el chupinazo de su nueva y mejor vida. 

EL ÚLTIMO ENCIERRO

Rubén Navajas Bonafaux

El temblor comienza en cuanto me miro al espejo. Me acabo de duchar y ya me he vestido como debo: pantalón y camisa blancas, pañuelo y faja rojas. Es el ritual. Y una vez más, el miedo se apodera de mí. Como cada año, como cada 7 de julio, estoy seguro de que éste será mi último encierro. Aprieto el puño sobre el periódico enroscado, y de alguna manera se mitiga el espasmo.

Salgo a la calle. Es una mañana fresca, pero ya luce el sol. Me dirijo a la cuesta de Santo Domingo, al igual que otros mozos que veo a derecha e izquierda. Van sonrientes, confiados, seguros de sí mismos. Yo no, cada metro que avanzo es un paso hacia lo inevitable. Si me dejara llevar por la razón, daría media vuelta y acabaría con el problema, con mi problema. Pero una fuerza indefinible me lleva hacia mi destino. Se acerca el momento. Los mozos se concentran bajo la hornacina de San Fermín. Y yo soy uno más.

Nunca he sido creyente. Pero cada 7 de julio, cuando sé que voy a encarar mi último encierro, me dirijo al santo patrón para implorar su ayuda. Por si acaso, por si acaso… 

POBRE DE MÍ

Sacha Emanuel Mársico César Leston

Para julio, Cohn siempre se venía con la depresión. “No puedo soportar la idea de que mi vida se va con tanta rapidez y yo no la vivo realmente”, decía, y la respuesta es sabida: solo los toreros son quienes viven realmente. Así que hacía lo más cercano, yendo al encierro de los Sanfermines.
Por ocho días era una delicia verlo doblar por la calle Estafeta: corriendo se despertaba, cogiendo toro se sentía mejor, siendo revoleado por los aires era una persona nuevamente. Las heridas de su costado eran heridas que lo sanaban y yo sabía que él, por un tiempo, estaría bien.
Cohn era mi amigo, podía sentir lo que él sentía. Éramos la Generación Perdida, no nos entendíamos a nosotros mismos, ahora lo sé. Por ello, cuando todo terminaba, inexorablemente las lágrimas le acudían y yo lo acompañaba, con todos los demás, a repetir: “¡Pobre de mí, pobre de mí, que se han acabado las fiestas de San Fermín!”