XIV Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín


LA SEÑAL

Aitor Iragi Eraul

Ser la persona que abre la puerta del corral de Santo Domingo a la ocho de la mañana, te obliga a acostarte pronto, pero no dormí mucho. Cuando en mitad del sueño, recibes una llamada a la noche, siempre esperas lo peor.
El tono de voz alterado que salía al otro lado no mejoró las perspectivas. Mi corazón empezó a latir con más fuerza de lo habitual, pero en breves segundos, lo hizo a un ritmo que hasta entonces desconocía: ¡Los toros habían desaparecido de los corrales!
Yo mismo vi el encierrillo y dejé a los bureles dentro. En apenas segundos ya estaba en la calle vestido y corriendo hacia la famosa cuesta. Camionetas de diferentes policías anunciaban que la cosa iba en serio. Ninguno de los viandantes que miraban con curiosidad imaginaba siquiera lo que ocurría.
Visionado de cámaras y actuaciones que debían ser inmediatas. Apenas unas horas para solucionar este embrollo. Al parecer, un grupo antitaurino había secuestrado los toros.
Oí una nueva sirena, pero al rato, me di cuenta de que era el despertador. Otro año más con la misma pesadilla. Pero ya no me alteraba, era la señal de que faltaba poco para que empezasen las mejores fiestas del mundo.
 

MÁS Y MENOS

Aitor Anaut Ruiz

Vestirse de blanco con la faja roja enroscada, la ceremonia de colocarse el pañuelico al cuello. Un día más, un día menos. Cruzar la Estafeta con nerviosa euforia, la corriente rugiendo desde Santo Domingo. Un encierro más, un encierro menos. Fundirse en un abrazo inabarcable de risas, el olor a txistorra. Un almuerzo más, un almuerzo menos. Asombrarse con las vueltas de Braulia como la primera vez, huir de los kilikis. Una comparsa más, una comparsa menos. Abrir boletos mirando hacia los coches, aunque los barquillos tampoco están mal. Una tómbola más, una tómbola menos. Ir al mismo bar de siempre y verlo diferente. El espíritu, el ambiente. Un kalimotxo más, un kalimotxo menos. Danzar desde Navarrería hasta Jarauta. Las pancartas de las peñas al viento. Una charanga más, una charanga menos. Sentir amistad eterna con gente de todo el mundo, sin necesidad de entenderse una palabra. Una ronda más, una ronda menos. Mares de rostros iluminados por los colores del cielo, en el césped o la acera. Unos fuegos artificiales más, unos fuegos artificiales menos. Cerrar los ojos saboreando lo vivido, para poder volver a ese momento durante el resto del año. Unos Sanfermines más, pero ya falta menos para los siguientes. 

LA TIERRA SE DESBARATA

Alam Bernabé González Huerta

Fue tan sencillo describir el mundo. Todo estaba ahí, tan denso, tan emocionante. Los niños confundieron las estrellas con los ojos de las personas de abajo. Los más grandes pensaron que los silbidos del chupinazo era la señal de un pueblo muy lejano. Y los animales confundieron el aroma del día con el olor de lo que podría haber sido la noche de la fundación del pueblo. El rojo ondeaba como el cielo del origen. Los toros impulsaban la vida. Y sin embargo todo se acabó cuando el niño, por accidente, presionó el botón para cambiar el canal. Durante un breve momento, los ecos de la televisión, resonaron en toda la familia, imaginando lo que al otro lado del mar sucedía durante un 6 de julio.  

HABLEMOS DEL AMOR

Alba Maria López López

Hay a los pies de la Iglesia de San Lorenzo una anciana. Viste de blanco y retuerce un pañuelo rojo entre sus dedos arrugados. De lejos no se ven las mejillas húmedas, ni el anillo de casada, ni las arrugas pronunciadas de su rostro. De cerca solo se ve su postura encorvada y la sonrisa tenue, y el brillo en los ojos, contemplando los bailes y los gritos. Se dice que le huele el aliento a barquillos de vino dulce y que su voz es susurrada, apenas perceptible entre el barullo y la música. Si le preguntas, dice que espera a su amor. Un joven muy guapo, dice, que cantaba por Raphael en el 67 y que volvería a por ella ahí, justo ahí, como cada año. Que se enamoraron entre esa marea blanca y rojiza, que bailaron de puntillas en esas calles bulliciosas. Un hombre se le acerca y la abraza con delicadeza.
–Vamos, Anne, que ya es tarde.
Y ella le susurra:
–¡Has venido!
–Siempre, mi amor.
Y mientras se alejan, ella le pide que le cante. Y él dice que ya no es como antes, pero ella se lo suplica. Porque aún se acuerda, y no sabe por cuánto tiempo.

 

A AÑOS LUZ

Albert Fatsini Plazas

—Estoy cansada, aita. Quizá sea el momento de abandonar. Llevo años esperando respuesta de las editoriales y creo que jamás publicarán nada mío.
—No decaigas, pequeña. Siempre fuiste valiente, y perseverante.
—A mis 42 años… y sigues llamándome así.
—Por más que pase el tiempo, siempre serás para mí la niña risueña que recorría las callejas de la plazuela porque decía que le gustaba sentir los adoquines bajo sus pies.
—Tiempo es lo que no me queda, aita. El cáncer…
—Ssshhhh… Mira ahí afuera y dime qué ves por la ventana.
—Veo el pasado inscrito en la retina de mis ojos. La época más feliz de mi vida, cuando el cántico a San Fermín iniciaba… y jugaba yo en esas calles sólo porque me gustaba sentir la ciudad en la suela de mis zapatos; cierto, viendo correr a la gente, vestida de blanco, con sus pañuelos rojos.
—Escribe, entonces, sobre eso. Quedan sólo dos meses para honorar a nuestro patrón.
—Si muero antes de que llegue el día de oír un nuevo “txupinazo”, aita, envía tú este relato por mí.

Y eso hice, señores.
P.S: Tu corazón está a años luz. Tu talento, también. Y tu alma. Pero tú, mi pequeña, seguirás siempre aquí.