LA CASA DE LA ESQUINA ROSADA
Alberto Vázquez Aguilera
La casa de la esquina rosada desapareció de repente y no pude dejar de sentir un siniestro pavor que me recorrió todo el espinazo hasta dejarme sin aliento, en aquel sórdido y lúgubre callejón en el que me hallaba; en aquella aciaga noche, petrificado, a duras penas conseguí moverme, como si estuviese encadenado o un pesado lodazal me lo impidiese. Temiendo mirar atrás, un escalofrío recorrió mi cuerpo mientras intentaba avanzar lejos de aquella nada que inexorablemente amenazaba con devorarme. La oscuridad lo envolvía todo, apenas una débil luz en una farola al final del sombrío callejón, cuando, inopinadamente, una fuerza interior me hizo elevarme por encima de aquel espantoso horror que rozaba mis pies. Al volver la esquina, como un ser alado, me alejé de aquel atroz y diabólico pasaje, dejando atrás aquella zozobra que me había atenazado durante unos instantes tenebrosos y aterradores.
EL MIEDO A OLVIDAR
Alejandra Vives Vergara
Por miedo al olvido, atesoro objetos-recuerdo. Así, aun si no sé dónde, la certeza de tenerlos me da tranquilidad. De cada lugar de España que he visitado tengo un objeto inmemorial en algún bolsillo, una libreta o un cajón: el envoltorio sedoso de un turrón de chocolate, postales de alguna plaza mayor, billetes de un autobús nocturno. De Barcelona guardé un mapa de la red de metro, que me será muy útil si algún día llego a volver. Pero de San Fermín no guardo ningún objeto-recuerdo.
Imaginé atesorar una servilleta blanquirroja del desayuno, una foto tomada con la cámara instantánea de la Flo, o una rosa cuidadosamente guardada en la cartera. Pero el estruendo de toros y sanfermines se me colaba por los oídos esa mañana y con él la confusión, y yo no conseguía identificar mi objeto-reliquia de San Fermín. Pedí ayuda a mis compañeras, que no entendieron el asunto y me sugirieron guardar las servilletas de los churros y me ofrecieron incluso llevarme las suyas. La mujer que servía el chocolate me recomendó guardar el programa del año. Convenía, dijo, pues así no me perdería ninguna actividad. Mientras, la ciudad tronaba, y yo, cabeza entre las manos, añoraba el verde-azul del mar.
ENTRE EL RUGIDO Y LA VICTORIA
Alejandro Mata Ali
Pamplona despertaba en un mar de emociones. Miguel, audaz y aventurero, se sumergió en la vorágine de los encierros de San Fermín. Ataviado con el pañuelo rojo, se fundió entre los corredores en las estrechas callejuelas.
El sol brillaba en lo alto cuando los astados se liberaron. Miguel se lanzó a la carrera, su corazón latiendo al ritmo de la adrenalina. El estruendo de tambores llenaba el aire, alimentando su valentía.
Los cascos de los toros resonaban detrás de él, acelerando su paso. Esquivó las embestidas con destreza, sorteando los obstáculos con agilidad felina. La multitud rugía, avivando su espíritu indomable.
La línea de meta se vislumbraba en la distancia. Miguel aceleró, impulsado por la euforia. Cruzó victorioso, rodeado de aplausos y vítores. Había conquistado el desafío de los encierros, dejando su huella en la historia de San Fermín.
La aventura quedó grabada en su memoria, una llama ardiente que le recordaba que la vida es una apuesta constante. Solo aquellos dispuestos a enfrentar los peligros pueden experimentar la plenitud de la existencia. Miguel sabía que había vivido una emocionante y vibrante travesía, en la que la valentía se entrelazó con la pasión, en el corazón de los encierros de San Fermín.
BAILANDO ENTRE TOROS Y EMOCIONES
Alejandro Fernandez Ortega
En el corazón de Pamplona, la ciudad se llenó de emoción y color durante San Fermín. Las calles cobraban vida con música, bullicio y el aroma tentador de los “pintxos”.
Entre la multitud, se encontraron María y Juan. Sus miradas se entrelazaron en un instante mágico destinado a cambiar sus vidas. Durante la intensa fiesta, pasearon juntos, riendo y sobre todo disfrutando de cada instante. Bailaron al ritmo de la música, sintiendo sus corazones latir en sintonía.
En cada encierro María y Juan hallaron el valor para enfrentar sus propios miedos, desafiando los obstáculos como los toros en las calles estrechas.
El último día, los fuegos artificiales iluminaron el cielo mientras se despedían. Aunque sus caminos se separaran, guardarían los recuerdos en sus corazones. San Fermín dejó una huella imborrable. La celebración les recordó la importancia de vivir cada instante y buscar la felicidad en el caos.
Aunque la fiesta termine, su conexión trascendía tiempo y espacio. San Fermín los había unido, recordándoles que la verdadera fiesta está en encontrar el amor y la alegría en cada día de sus vidas.
RESPIRACIÓN CONTROLADA
Alejandro Miguel Toledo Arruego
Son las 7:57 de la mañana. Primer día de encierros. El suelo está húmedo tras el último chaparrón de la noche. Apenas tengo espacio vital, pero me da igual. Mi sueño desde que era niño está a punto de cumplirse. Solo queda un mínimo aspecto que controlar. La emoción me está dominando, y eso supone que aumentan las pulsaciones, lo que hace saltar la alarma del reloj que controla mi marcapasos. Inhalo y exhalo con toda la tranquilidad que puedo. No puedo permitir que los nervios arruinen el momento. Suena el chupinazo, el griterío es ensordecedor. Mis piernas comienzan a andar solas. Van a una velocidad inaudita. Casi en lo que dura un parpadeo hemos llegado a la plaza. A nuestro alrededor, morlacos y cabestros se unen al espectáculo. Las lágrimas comienzan a brotar de mis ojos. Meto la mano en unos de mis bolsillos y saco una pequeña caja de metal. En su interior, sus cenizas. Espero que hayas disfrutado como yo. Miro al cielo encapotado durante un segundo. Mis compañeros me han encontrado. Momento de seguir la fiesta. A vivir, que son dos días.