XIV Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín


ZEZENA TXAHAL

Borja Alonso Vaamonde

Egundoko parranda bota duzu, eta pozik zoaz etxera. Eguzkia agertu ahala atari aurrean paratu egin zara. Lehenengo bulkada txirrina jotzea izan da, baina atea zuretzat irekiko duenik jada ez dago, eta azken asteko zazpi egunetako bakoitzean legez, giltzak aurkitzeko erronkari aurre egitea egokitu zaizu. Gorputz osoa haztatzen duzu, istripu baten ostean zeure burua artatzen bazeunde bezain trakets. Behingoz gogoratu duzu bular artean eskegirik daudela, zapi gorriak estaliriko lepokoan. Etxean sartu zara eta arropa txuriei darien patxaran lurrun mingotsak sudurra kolpatu dizu, errealitatea ikusarazi dizun ukabilkada: bakarrik zaude.

Triste sentitu zara orain. Areago, zapatak kentzeko unean, identitatea lapurtu dizun itxura makaleko morroia ispiluan ikusi duzunean. Ile beltza zurea da, baita eguzkiak erretako azala ere; baina hura mozkor dago eta zuk aspaldi utzi zenion edateari.

Atseden bila sartu zara logelan, baina beste zerbait topatu duzu: zurea ez den burkoaren zatian, urrezko ile luze leuna. Tentu handiz etzan zara, handik kenduko duen haizetea ez altxatzearren, eta berriz esnatzen zarenean ilea han utzi zuen gorputza ere bertan aurkituko duzulako esperantzan hartu zaitu loak. 

AÑORANZA

Brizaida De La Nuez Hernandez

El abuelo Blas vino desde España, traía consigo una vieja estampita de San Fermín, su adorada pañoleta roja y un manojo de sueños. Después de mucho bregar, reunió unos cuantos pesos, compró dos añojos y se quedó a vivir en un pueblo al centro de Cuba, que le recordaba a su querido Pamplona. Más tarde descubrió a la abuela María y pronto recibieron a los primeros hijos y a los nietos después. Cada año esperábamos para celebrar en esta tierra, el también San Fermín nuestro. Disparaba el abuelo el rústico petardo y mientras anudaba a su cuello la pañoleta de siempre, gritaba, “ Gora San Fermín” y la familia a una voz entonaba la Jota. El día siete de julio, desde temprano nos reuníamos todos a compartir la tradición del viejo; justo a las ocho de la mañana, abría el portón del que salían corriendo detrás de la muchachada, los dos toros mansos. Al abuelo se le llenaba el rostro de alegrías y a nosotros con él. Justo el día catorce, iluminábamos la noche con mechas de algodón y aceite que confeccionaba la abuela. Como despedida, susurraba el abuelo, “Pobre de mí” y desde sus ojos color cielo, rodaban lágrimas de añoranza. 

POBRE DE MI

Byron Eastman

Primer encierro. Estoy nervioso. El sol se ensaña contra mi piel, contra nuestras pieles, y hace difícil la espera. Afuera cantan, me da escalofrío y, a la vez, ansiedad.
“A San Fermín pedimos,
por ser nuestro patrón,
nos guíe en el encierro
dándonos su bendición.
¡Viva San Fermín!”
Pobre de mí, san Saturnino, ayúdame. Son los 875 metros más largos y los tres minutos más eternos.
Oigo un estallido y gritos de emoción. Abren la puerta del corral y veo que, al vernos, los cuerpos blancos y verdes salen brincando, corriendo desenfrenadamente.
Todo me aturde, el ruido de la gente gritando afuera, esta carrera loca y el poco espacio para moverme. Mis cinco compañeros me apretujan, la gente me toca los cuernos, las orejas, el lomo, la cola. Me desesperan. Solo anhelo llegar a la gran plaza para respirar tranquilo. Corro más rápido, resoplo, transpiro y muevo mi cabeza sin cesar. Mis cuernos tropiezan con algo —agito más y más la cabeza—, siento que entran en una delicada piel. Con fuerza impulso la cabeza y él sale volando para caer encima de otros. Sus gritos de emoción se vuelven de pavor y luego, callados por el cuerpo volador, el silencio.
 

TESORO DE LOS SANFERMINES

Calamanda Nevado Cerro

Año tras año su hijo le enseña fotos del encierro: su gran pasión. Aunque le fascina la blancura, en contraste con los pañuelos rojos, verlo entre codazos y patas de toros salvajes se le clava como un tiro en las entrañas y asiente sin ganas. Lo invaden encendidas sensaciones, ante las peripecias que supone salir ileso. Le da mil razones, y más, y más, y más, para no acudir; queriendo acallar su inquietud.
Su hijo es una de esas personas a quien no llegó el don de la palabra, ni la gracia de oír. Se mueve despacio, con cuidado, es alegre y le gusta llamar la atención. Desde el siete hasta el catorce de Julio se acompaña de un tambor pequeño, haciendo redobles recorrido abajo, hasta llegar a la plaza.
Este siete de julio ya ha cantado el gallo, buscando la armonía de las horas. El cielo bajo ahoga el amanecer. La fresca brisa vaga por las calles serenas, en hermandad con los pedazos de cristales. Padre e hijo suspiran lentamente, corridos de sueño, cuando el sudoroso malestar de alguien los llama desde alguna parte. Un bebe asoma su cabeza a la vida. Lo atienden, son voluntarios en el Dispositivo Preventivo de Cruz Roja.
 

RECURRENCIA

Carlos González Vázquez

Anoche me volvió a ocurrir. Desasosiego, sudores repentinos, temblores involuntarios en ambas piernas y miedo, un temor profundo e incapacitante que me obliga a hundirme entre las sábanas, entremezclado con una necesidad ineludible a despojarme de ellas e incorporarme al lado de la cama. Y una imagen, siempre la misma.
Me cuesta molestar al médico para comentarle estas vicisitudes mías que se repiten cada año en esta fecha, máxime en estos tiempos en que andan desbordados y las obras de los accesos al Centro de Salud siguen sin acabarse. Quizá, tenga que asumir que esta constante repetición de los síntomas forma parte de mi ser, adherida a esta etapa de adultez que, con frecuencia, se nutre de seleccionadas vivencias de épocas pasadas.
Tampoco voy a darle muchas vueltas, hoy, como cada siete julio desde hace diez años, Fermín y yo celebramos con una comida el día de nuestra jubilación. Además, vamos a estar entretenidos, porque me va a traer a casa la nueva silla de ruedas que ayer recibieron en la ortopedia. A buen seguro, con el motor eléctrico iré más ágil que con la fuerza de estos brazos ya cansados. Igual, hasta escapo de ese toro que, desde anoche, se empeña en alcanzarme.