EL ÚLTIMO ENCIERRO
Carlos Campión Jimeno
Para mí, Sanfermines eran los toros. La fiesta no la entendía sin el concurso de los formidables bóvidos y la dicotomía que me suponía la conciencia animalista y militar de aficionado taurino durante ocho únicos días al año.
El encierro era el culmen de mi simbiosis con el toro. La proximidad a los aminales, su poderío y el riesgo de la carrera me atraían de manera tan irremediable como para no perderme ni uno solo. En el de ayer, un morlaco me embistió y arrastró varios metros, pero afortunadamente hoy ni siquiera estaba dolorido; el capotico… pensaba cuando el cohete de las ocho anunció la apertura de los corrales del gas y empezó la emoción y el movimiento. El gentío de corredores me adelantaba acariciándome como si de viento se tratara. También yo me se sentía muy ligero, sin embargo, cuando inicié la carrera me percaté de que mis piernas se movían tan lentamente que no pude escapar del atropello de la manada que me arrolló vaporosamente sin rozarme y empecé a ver mi imagen desde lo alto, como en una nube de paz y serenidad.
Entendí entonces que el de ayer, había sido mi último encierro en el mundo de los vivos.
LA PROMESA
Carlos Sanz Matesanz
Mi ilusión desde pequeño era cumplir la promesa que le hice a mi padre antes de abandonarnos: correr un día en San Fermín y disfrutar de la posterior corrida.
Mi primer encierro había salido perfecto, sin sustos. Después, repuse fuerzas almorzando junto a mis colegas antes de echarme un rato a dormir, no había dormido nada debido a los nervios.
En un dubitativo despertar, con pesadez y apatía, me vi envuelto en una semioscuridad inexplicable. Confundido y asustado observé al final de la penumbra una intensa luz de donde provenían voces que me llamaban. Recordaba al famoso túnel que contaba la leyenda que existía al morir. ¿Acaso había muerto mientras dormía?
Me acerqué a tan esplendorosa luminosidad con desconfianza, volviendo la vista atrás por si podía regresar a mi mundo y acudir al festejo para cumplir mi promesa. Pero las extrañas voces se hacían cada vez más poderosas y me instigaban a continuar, no parecía haber vuelta atrás.
Cuando la potente claridad incidió en mis ojos tardé unos segundos en recuperar completamente la visión y comprenderlo todo.
La plaza, abarrotada esa soleada tarde, veía aparecer por la puerta de toriles a un confuso toro que cumpliría finalmente su promesa, antes de confirmar aquella leyenda.
TRACA FINAL
Carlos Velázquez Goya
Lo más complicado fue encontrar al especialista que le pudiera hacer el favor. Para ello, empezó a consultar a los mejores artesanos del sector, incluyendo a los participantes en los concursos de los últimos años. Porque ya se imaginaba que no todos iban a entender con facilidad lo que trataba de proponerles. De hecho, en cuanto lo hacían, muy pocos querían saber más. ‘Pues no, lo que usted quiere es algo del todo imposible’, le repetían, o ‘comprenda que está pidiendo algo fuera de las ordenanzas de cualquier ciudad’. Sí, tal vez, pero tampoco hacía falta que nadie más se enterase, pensaba él. Finalmente, y sin duda gracias también al dinero que estaba dispuesto a pagar por la buena disposición, consiguió que uno de los nueve autores convocados para el XXII Concurso Internacional de Fuegos Artificiales de San Fermín aceptara su petición. Viajó entonces a su taller, le entregó una bolsita con unos gramos de cenizas y sólo exigió la promesa de que fueran reservadas para la traca final. Porque era así como le gustaba recordar a su padre: sentados los dos sobre la hierba de la Vuelta del Castillo, deslumbrados por el espectáculo y con la boca bien abierta para evitar quedarse sordos.
EN FIESTAS
Carlos Perrela Larrosa
Como todos los años, su corazón le saltó del pecho al oír el cohete y ver subir los toros por la cuesta de Santo Domingo. Una descarga eléctrica recorría su cuerpo al ver las carreras, las astas rozando espaldas, las caídas; a veces, un toro se daba la vuelta y creaba auténtico peligro, pero los mozos se lo llevaban a punta de periódico. ¡Qué valor! Año tras año (y ya eran cuarenta) Txomín creía volar con todo aquello.
Luego, como siempre al acabar el encierro, se fue a desayunar su chocolate con churros. Apagó el televisor y se fue a la mesa donde su anciana madre le esperaba con una sonrisa:
– Hijo, en fiestas te veo hasta más ágil.
– ¡Claro, mamá! San Fermín me echa un capote para que no me pille el toro.
Y dejó sus muletas.
FERMÍN
Carlos Alfonso Moya Rodríguez
El calor era insoportable. Tumbado boca abajo, como solía echar la siesta las tardes de verano, sentía las gotas de sudor resbalando por mi espalda. En realidad, no pegaba ojo; se trataba más bien de permanecer inmóvil para no acalorarme demasiado; una especie de letargo animal.
Mirando distraídamente la estantería de la habitación descubrí un libro que nunca antes había llamado mi atención. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí? La curiosidad ganó la batalla al sopor; estiré el brazo y alcancé a acariciar su lomo color burdeos. Ya sentado, comencé a hojearlo. Sin duda, ese libro no era mío.
En la portada se leía “Fiesta”, de Heminway. El título me sedujo en seguida y comencé a leerlo. Los primeros capítulos me animaron a prepararme un whisky con mucho hielo. No sé si por el efecto del alcohol, o por la frescura de los diálogos, me obsesioné con terminarlo ese mismo día.
Al llegar al final, exhausto y entusiasmado, pues siempre había querido ir a “los Sanfermines”, encontré una especie de dedicatoria: “Me gustas. Fermín”.
Al instante sonó el teléfono; era mi casero.
– ¿Has visto el libro? – me preguntó.
– Sí…