TU PADRE DICE
Asier Susaeta Diez De Baldeón
Desde pequeño, siempre iba con papá a presenciar el traslado de los toros desde los corrales del Gas hasta los de Santo Domingo. Al verlos pasar, él intentaba adivinar cómo sería el encierro del día siguiente. Y me fiaba tanto de su intuición que, cuando empecé a correr, me colocaba en un sitio u otro del recorrido en función de si decía “resbalarán en Estafeta” o “habrá algún rezagado”. Papá no era infalible, pero siempre escuché atentamente sus predicciones.
Han pasado nueve años desde que nos dejó y ahora es mamá quien me acompaña a ver el traslado de los toros. Después, ya en casa, mamá saca la güija y apoyamos el índice en el vaso. “Es que soy un poco bruja”, me dijo para convencerme cuando me lo propuso. Invoca a papá y en unos segundos el vaso comienza a moverse. Tenemos nuestro código: una erre, por ejemplo, significa “rápido” y una pe, “peligroso”. En estos nueve años, sus predicciones siempre han acertado. “Mañana no corras”, dijo la víspera de un encierro con varios heridos graves. El resto de días, cuando decido correr, me despido de mamá con un beso apresurado, como si no supiese que es ella quien mueve el vaso.
DORMIR TRAS EL POBRE DE MÍ
Aurora Rapún Mombiela
La luz del sol ya deslumbra, pero la mujer todavía no se ha retirado a dormir. Sigue en medio del lío. La camiseta blanca salpicada de manchas moradas de vino, rojas de sangre y amarillas de sudor.
Los barrenderos han pasado ya, antes del encierro; y los toros están recogidos. Todavía quedan esquinas llenas de basura, música dispersa, risas y cantos trasnochados.
Está derrengada, pero va a quedarse todavía un poco más. Son solo siete días, los más grandes del año, pero también los más agotadores.
Se ajusta el fajín a la cintura y se cruza el bolso en bandolera. Toma nota del siguiente aviso mientras abre la puerta de la ambulancia. El conductor enciende la sirena y arranca. Ella lanza una mirada al móvil y sonríe. En un menaje glorioso, el relevo le avisa de que está a punto de llegar.
CORRER Y NO PARAR
Aurora Roger Torlá
Veía cuernos enormes por todas partes. Era un bosque de cuernos y yo quería escapar. Junto a mí corría Pinocho, pero mi calenturienta mente transformaba al gran narigudo en un asta de toro gigante que me perseguía y me intentaba cornear, me podía matar. Flotaba a mi lado una pelambrera ondulada muy negra, de color azabache entre la marabunta de gente, pero para mí era un monstruo y yo quería volar. Mi corazón latía de tal manera que sus zambombazos se oían hasta en el África austral. Pero algo animaba a mi cuerpo a sentirme libre y querer continuar. Ver tanto pañuelo rojo en la calle fue para mí una especie de gasolina, una buena medicina. Al ser un color muy alegre me hacía correr sin cesar. Después de tanto recorrido me sentí el correcaminos de la fiesta y el coyote fue el toro que jamás me pudo alcanzar.