XIV Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín


EL TIEMPO ES UN ÁNGEL CON ESPADA DE FUEGO

José Antonio Gago Martín

Mi primo Fermín es abstemio y antitaurino, pero no se perdía unos sanfermines desde el año 80, cuando cumplió los dieciocho.
Esas costumbres inflexibles le han costado disgustos e incomprensión. Su madre sólo volvía a dormir cuando lo veía regresar sano y salvo y su padre no entendía que, viniendo de una familia de bodegueros, Fermín torciera el gesto ante un vaso de vino. Después, su mujer y sus hijos, y hasta los compañeros de trabajo, se sentían ninguneados porque mi primo ponía la participación en los encierros por encima de todas las cosas.
Este año no irá, me confiesa. No tiene fuerzas. Contra su carácter callado, me cuenta que se siente desvalido y desorientado, como quien pierde la fe:
—La sangre manando del toro, —me explica— o el mosto al pisar las uvas, es la profanación de la inocencia: la mano del hombre introduce la muerte y el olvido en la naturaleza. Ya sé que fuera del recorrido abundan los borrachos y conozco el destino que les espera a los toros en la plaza. Sin embargo, en esos escasos minutos de carrera, con la adrenalina por dentro, uno se siente en el paraíso, antes del pecado original.
 

6 DE JULIO

José Antonio Rubio Gómez

Toda la noche en vela pensando en el día siguiente. Era algo que solo me sucedía la víspera de días importantes como la noche de Reyes y San Fermín.
Al punto de la mañana entró mi madre en la habitación que compartíamos mi hermano mayor y yo para despertarnos. Había que apresurarse. Duchas, desayunos y a vestir.
No había que dejar nada al azar y la ropa blanca, la faja, el pañuelo, y las alpargatas de la Mañueta llevaban ya varios días preparadas en cada silla.
Bajamos las escaleras de casa con nervios contenidos hacia la Plaza del Castillo de la mano protectora de nuestro padre para coger un buen sitio donde ver la traca, las bombas japonesas y el desfile de bandas que se producía instantes después del estallido de la FIESTA. No teníamos aún edad para ir a la Plaza del Ayuntamiento.
De ahí ya con el pañuelo al cuello iríamos a la calle Estafeta para juntarnos con los tíos y los primos y, si había suerte, a por la bota de plástico que a mi hermano y a mí nos hacía sentirnos mayores.
Era seis de julio.
Me levanté, me vestí y llevé una flor para mi padre a su columbario.
 

REENCARNACIÓN

José Antonio Tejeda Cárdenas

Cuando comenzó el encierro, ambos ya estaban en primera línea. Corredor y toro se miraron con recelo. Se conocían.  

EL COSO Y LA LUZ

José Antonio Díaz Moreno

No habíamos dormido, los ojos redondos, como alberos en flor, permanecían exaltados por la fijación del chupinazo. Nos saludamos como hombres que profesan creencias ancestrales. La luz tensa de la emoción nos daba un brío corporal atlético. El sueño de volver a correr era más poderoso que el cansancio vibrante de una noche devorada por la sensación de que el amanecer sería rojo, tenso y ventoso. Un orden gregario nos impuso la meditación febril de la espera. En cuclillas con la dinámica de los adoquines y el colorido puro de la gente, se refugió el canto de rigor en las empalizadas del la encomienda a la aventura de llevar la tradición al albero de nuestra luz interna, niña y emotiva. Unos recelosos pitones se asomaron por la calle empinada. El blanco y rojo de la vigorosa confusión tomó carrera, sentimiento, disciplina y comunión con el crepitar de la fuerza, el fin y la devoción humana a seguir un recorrido altivo por solitario silencio. Caímos en la cuenta al sentir el pitón dominante como desgarraba el quite de una esquina muda al dolor. La tarde fue áspera, de venda y clamor, como esa herida breve que nos dibujó la emoción. 

UNA APARICIÓN ILUSTRE

Jose Carlos Areales Calero

No cabía una aguja en la curva de Estafeta. Me aposté con mi Nikon y, enseguida, vislumbré al primer valiente encarando la calle Mercaderes. Al instante, una marea blanca y roja se dirigía hacia mí entre gritos, trompicones y codazos. Los corredores, con mayor o menor maestría, se hacían a los lados buscando la protección del vallado al presentir la muerte en sus talones. ¬-Quizá Hitchcock asistió a algún encierro-, imaginé mientras lanzaba ráfagas de fotos zarandeado por la muchedumbre. Luego, todo terminó tan rápido como había empezado.
Camino al hotel, revisé las imágenes buscando alguna que pudiese utilizar en mi reportaje. Y en una de ellas hallé algo insólito. En primer plano, corría un chico apuesto, fornido y ligeramente más alto que la mayoría, y se parecía asombrosamente a… -No puede ser-, zanjé de inmediato, -sólo es una caprichosa casualidad-.
A las tres de la mañana, algo me despertó. El mismo hombre de la fotografía, pero con el pelo cano y una tupida barba, contemplaba la calle justo desde mi ventana. De repente, me miró ofuscado, como si hubiese mancillado su intimidad. Y yo, petrificado hasta ese momento, huí despavorido y en ropa interior de la habitación 217 del Gran Hotel La Perla.