EL ORGULLO
José Daniel Cortés Hernández
Don Javier recorre los pasillos de su casa de un lado a otro, se sienta, se levanta, mira su reloj, se vuelve a sentar. «¿Te puedes calmar de una vez?», dice su mujer. «Ya deberían haber llegado», responde. Les voy a llamar, piensa. Un auto se estaciona en la entrada y don Javier se levanta con la habilidad de un veinteañero. Corre a la puerta. Su hija, su yerno y su nieto los saludan.
Mateito ya no es un niño, está listo, piensa. Alcanza su altura y tiene ese cuerpo robusto que impone, como el de un toro. «Ese torso lo sacó de mí, no del padre». Le susurra a su mujer, con una disimulada sonrisa.
–¡Ven acá, Mateo!
–¡Aupa, abuelo!
Mateo abre su maleta y saca un pañuelo rojo, luce deslavado por los años y tiene olor a guardado. Don Javier lo agarra y le aprieta los recuerdos: la plaza abarrotada, el vitoreo de la gente, la música, el baile, la comida, el encierro, los toros, el temblor de sus piernas, el corazón a toda prisa, la euforia… la conquista.
–No lo olvides nunca, Mateo –le dice.
–No, abuelo; lo guardé desde los 5 años para esto.
–No el pañuelo, hijo, el orgullo.
FANTASÍA DESENCADENADA NÚMERO 23
Jose Emilio Cubiella Fernández
En la sombra de una oquedad dormía una gaviota con un pañuelo rojo. Dejaba los azabaches de sus ojos en el mar y un leve pensamiento en el escudo bordado de aquella fina tela entre sus patitas. Alzó el vuelo cuando la vara naranja del horizonte flambeaba los bultos nocturnos y tomaban nitidez. Su corazón latía rumbo al sur, trémulamente. Fatigada, porque empezaban los San Fermines, amenizó en el río Arga. De un riachuelo bebió un mar, suficiente. Puso el pico en el cielo nublado y saltó hacia él. Había rozado nubes altas, atravesado a las más bajas y picoteado a las medias; todo por devolverlo a su hogar en Navarra.
Chupinazo. Desde la casa consistorial, la multitud y las autoridades contemplaban bajar algo rojo desde el cielo encapotado, justo después del PUM. Plumas. Un repentino viento del norte las introdujo en los balcones engalanados oficialmente para la ocasión. El alcalde torció el rostro y sus concejales, acto seguido, consintieron igualarlo.
Unos años después, un toro bravo, de nombre Gaviotero, les retorcía los pitones en las asentaderas, incrustado un pañuelo en su asta. Se había colado un morlaco en el ayuntamiento para agilizar a la administración, riau, riau.
LA CARRERA
Jose Enrique Perdomo García
La adrenalina me impulsaba a arriesgar mas en la carrera,
las calles empedradas de la ciudad se adornaban del color de nuestros uniformes, el blanco de los pantalones y camisetas se había salpicado de gris; la faja roja con sus borlas y el pañuelo al cuello acababan por perfilar mi figura y darme un último empujón para competir con mis compañeros de carrera; me miraban como si fuera un bicho raro- ¿ qué podría impulsar a participar a una mujer en esta competición?
Yo reflexionaba y me preguntaba si la manada eran los cuadrúpedos que nos perseguían con sus cornamentas o aquellos grupos de jóvenes que corrían a mi lado. Cogí impulso y comencé a correr delante de un toro bravo ; doblamos una esquina y un desafortunado resbalón me arrastró al suelo , mi corazón latía a toda velocidad y el miedo se apoderó de mí; pero al mirar a la derecha y ver como un afilado cuerno como un sable se disponía a dar una estocada a un jovencísimo chico que corría a mi lado, salí de mi letargo y tirándole de un brazo y sacándole del peligro le respondí: -¿ Ya sabes a que vine a la carrera?
CARAVINAGRE
José Fernando Cuenca Gómez
En la espesa oscuridad del almacén se oyen susurros y risas apagadas. Solo dos de los veinticinco ocupantes permanecen en un ofuscado silencio. No merece la pena discutir una vez más con Coletas y sus tres amigotes. Tan colocaditos, con sus barbitas o bigotitos recortaditos.
Y mientras tanto los reyes, inalterables, mirando hacia otro lado desde su altura inalcanzable.
Hasta los relinchos de zaldikos suenan a risotadas.
Recuerda cuando acudió con sus quejas al señor alcalde. Después de buenas palabras, delegó en el concejal que a su vez los remitió a los cejidepilados japoneses.
Solo Verrugas lo comprende medianamente. Frecuentemente lo acompaña en ser objetivo de las chanzas de sus cuatro compañeros. Aunque Patata intentó inicialmente defenderlos, pronto decidió que se vive mejor formando parte de la mayoría. En el grupo de los guapitos.
Pero en breve, cuando disfruten la luz del sol mientras corren por las calles de Pamplona, lo envidiarán sus miserables compañeros, rabiando al ver como los niños gritan su nombre con cariño.
Hasta entonces se conforma con esperar a que todos duerman, acercarse sigilosamente y descargar con todas sus fuerzas un vergazo en el estirado careto de Coletas.
Un recuerdo de Caravinagre, susurra socarrón mientras vuelve ufano a su sitio.
SUEÑO DE JULIO
José Gabriel Millares Pérez
Desde la ventana del hostal, podía observar un gran número de metros de calle petada de gente…
Pero, mi cobardía excesiva me hubiera impedido correr delante de quinientos kilos de astados bravos…
Menuda camada de hermanos corrían con los mansurrones y algunos pastores…
Hubiera pensado que estos Cuadris eran más mansos en “comeuñas”, cuando los veía pastar, y es que el bravo al pasto, pierde arrogancia…
Entre “palabravas”, mis paisanos animales, los bravos con arrogancia, corrían o volaban su bravura por aquella culebrilla de encierro que serpentea y desembocaba en la plaza de toros Monumental de Pamplona…
En mi sueño de julio, me hice cohete, chupinazo, pañuelo rojo, ensamblado de madera en estafeta, rezagado bien plantado que retrasa el encierro algunos segundos…
Desde cuesta Santo Domingo, etéreo sueño germinaba, carrera limpia y sin heridos…
Dron me hice, usurpando espacio aéreo de aquella vivencia sin igual, y acompañé a un zaino en su trayecto…
Por soñar, soñé que en la tarde, mi paisano David de Miranda, abría la puerta grande del coso…
Toros de Cuadri, torero de Trigueros y servidor narrando un sueño…
Este procaz deseo onírico me usurpa, los San Fermines tienen la culpa…
Vivir es siempre soñar…
SUEÑO DE JULIO.