ROJO Y BLANCO
Julia Cuevas Aparicio
S-ilencio, se acerca, ya queda menos, me lo recuerda mensualmente la escalera de San Fermín.
A-ntes y después, ¿qué quiero? ¿Me quedo detrás o voy adelante del tiempo o del toro?
N-adie me responde, quizá no es importante.
F-iesta con comparsa de Gigantes y Cabezudos, miedo y admiración para la edad de la magia, las Peñas para la juventud y los fuegos artificiales para toda la familia.
E-ncierro con zapatillas, 875 metros de carrera, dentro y fuera del vallado.
R-iau-Riau desde el Ayuntamiento hasta la capilla de San Fermín.
M-ozas y mozos con vestimenta blanca, pañuelo y faja rojos tomando el almuercito para correr a lo largo de la Estafeta.
I-ruña, Pampaelo, “Pobre de mí”.
N-oria que vuelve, una vuelta y atención al grito de “Viva San Fermín”.
TODA UNA VIDA ESPERANDO
Julián García Gallego
—¡Vamos, chaval!, esto acaba de empezar.
—¡Uf!, menudo ritmo. No sé si voy a poder a esta velocidad. Tengo miedo a caer y a hacer el ridículo.
—Disfruta, sólo son unos metros. Allí al fondo está la plaza. ¡No bajes la cabeza, leñe!
—¡Esto es demasiado peligroso para mí! Fíjate, la gente sonríe y parece una fiesta, pero no me llega la piel al cuerpo, Jacinto.
—Respira profundo, y no pierdas pisada. La calle se estrecha más adelante, ¡pégate a mí!
Sin aliento, y en mitad de la calle Estafeta se miraron a los ojos. Toribio no perdía de vista a su amigo de la infancia, preocupado por las dudas con las que avanzaba.
—¡Cuidado, sáltalos!
—Yo me voy a parar, no me aguanta más el corazón.
—¡Anda, no te apalanques!, es peligroso.
Cuando entraron por la puerta grande, miles de personas les esperaban: les aplaudían entusiasmados. Y justo en ese momento, se dieron cuenta de que estaban en mitad del coso. Pero no dejaron de correr hasta que la oscuridad se hizo evidente.
—¡Ha sido emocionante, tío!, tal y cómo contaban.
—Ya te lo decía. ¡Viva San Fermín! Ahora, toca redondear la faena. Esta tarde, demuestra que eres un gran toro bravo.
RAZA
Julio López Quiroga
Estoy empapado. El amanecer domina el día y me encuentro frente al portalón, junto a mis amigos de encierro.
Los nervios me atenazan.
Mis colegas también son primerizos en esto de correr…Vaya banda.
De repente distingo la estela de un cohete que se eleva sobre mi cabeza a toda velocidad hacia el infinito, muriendo ante mis ojos y despidiéndose de lo terrenal con un fuerte estallido.
El portalón se abre de par en par y ahí que vamos.
Dios… que sensación tan extraña. Se mezcla en mi cabeza el miedo irrespetuoso de poder lesionar a alguien por culpa de mi torpe correr y al mismo tiempo la emoción de estar arriesgando mi propia vida.
Muchos corredores me acompañan durante el corto, pero intenso recorrido. Mi pesado cuerpo da de bruces contra el suelo un par de veces. Es lo normal. Estos adoquines humedecidos dan como resultado múltiples caídas y yo, no voy a ser distinto.
La gente, aún con el pánico en la mirada, siempre me ha ayudado a levantarme, así… sin mas.
Y casi sin darme cuenta, llego sano y salvo, junto con mis amigos, a la plaza de toros.
La misma plaza en la que ésta tarde, seguramente muera por certera estocada.
RECUERDOS
Julio M. Larruga Mengíbar
Querido hijo:
Si has seguido mis instrucciones,ahora que lees esta carta yo estaré siendo interrogado por San Pedro. Tu siguiente cometido es meter en mi ataud antes de que me incineren, los recuerdos que guardo en la mesilla:
El pañuelico, el corcho del reserva del día seis, una entrada usada de los toros, la etiqueta de la chistorra de Saijana, tres alubias crudas, las astillas del vallado que arranqué con mi navajita, el tapón del pacharán, el casete con «No te vayas de Navarra», y un churro disecado de La Mañueta.
Un beso
P.D. El pañuelico mejor no lo metas, te lo regalo.
EL MILAGRO DE PAMPLONA
Keith Simmonds
Ernesto nació en la ciudad de Pamplona en el seno de una familia de toreros. A una edad temprana estaba preparado para perpetuar la tradición familiar. Vio el folclore, los fuegos artificiales, el desfile de Riau-Riau, la procesión con la estatua de San Fermín, la Jota, el struendo. Pero siempre le entristeció el encierro, la tradicional corrida de toros en la que se mataba a los toros. Sus padres esperaban que se convirtiera en un torero de renombre. Trató de complacerlos, pero odiaba presenciar la matanza de los toros. A los diecisiete años, estaba listo para su primera corrida de toros. La arena estaba llena, todos estaban emocionados, pero Ernesto parecía ansioso, triste. Ofreció oraciones a San Fermín. El animal furioso salió y permaneció inmóvil ante el toreador. Tres veces Ernesto lo amenazó, tres veces el toro permaneció inmóvil. Entonces, de repente, el toro se arrodilló ante Ernesto. ¡Hubo un aplauso atronador de los espectadores! Ernesto le dio la espalda al toro, hizo un gesto a la multitud que ahora estaba frenética. ¡Nadie había visto algo como esto antes! ¡Esto fue un milagro! Ernesto decidió abandonar este deporte sangriento y luchar por la abolición de las corridas de toros en todo el mundo.