EL PRIMER Y ÚLTIMO ENCIERRO
Marco Tulio Daza Ramirez
El viajero despertó con el sonido de los cohetes y los cánticos de la gente. Era 7 de julio. Se vistió de blanco, se puso el pañuelo y la faja rojos y se unió a la multitud. Llegó a la plaza del Ayuntamiento. Cantó el himno y observó el chupinazo que daba inicio a las fiestas.
Bebió vino, comió pintxos y bailó con los gigantes y cabezudos. Pero lo que más deseaba era correr el encierro. Quería sentir la emoción de enfrentarse al toro, de arriesgar su vida por unos segundos de gloria.
Al día siguiente, se levantó temprano y se dirigió al encierro. Escuchó el estruendo del cohete anunciando la salida, el clamor de la gente, el galope de las bestias. Empezó a correr, mirando de reojo atrás. Una masa negra y cornuda se acercaba rapidamente. Sintió el aliento en su nuca. Intentó esquivarlo, pero el toro le embistió y le lanzó por los aires.
Cayó al suelo, inconsciente y ensangrentado. Pasados los toros, algunos acudieron a su auxilio. Le dijeron que todo estaría bien, que la ambulancia venía en camino. Él pensó que nunca olvidaría aquel día, aquel toro, aquella fiesta. Sonrió débilmente y cerró los ojos para no volver a despertar.
LA BÚSQUEDA
Marcos Pérez Barreiro
El móvil era dueño y señor de las circunstancias. Incluso, de aquellas en las que la sangre teñía de rojo el pavimento. Es decir, de los que no habían tenido un amanecer afortunado. Un amanecer repleto de ilusión, colorido y cierto temor. Un temor engalanado de valentía, ante unos animales que corrían con la voluntad de alcanzar la plaza cuanto antes. Ya que, sin saberlo, ese, era uno de los grandes propósitos de la fiesta: ganar la batalla a las manecillas del reloj.
Así, mientras la cuenta atrás cedía el paso, el móvil grababa todo lo que acontecía a su alrededor con la intención editarlo. Tal vez, el error mayúsculo de su existencia. Porque intentar editar una carrera de San Fermín era como cortarle una pierna a un cojo: una absoluta infamia. Tanto, o más, que el resultado final de hoy. Ningún herido. Ninguna caída. Parecía que la carrera no había existido. O, quizás, en sueños, sí.
El motivo es que, el dueño y señor de las circunstancias, era un móvil de primera generación. Un utensilio llamativo que respondía al sobrenombre de Marcel. Y, resulta que el tal Marcel nunca había estado en Pamplona ganando tiempo al tiempo. Había estado en Pamplona buscando inspiración.
LA CURVA
Marcos Fonruge Vela
En aquel callejón pensó que no se salvaba de una buena cornada.
Cuando tomó la curva ya había calculado mal su velocidad y, en las adoquinadas calles de Sanse, parecía un Ferrari al que le hubieran untado de mantequilla las llantas.
A duras penas logró esquivar los pitones sin afeitar del morlaco que le perseguía encorajinado, hacía ya dos calles, a menos de 30 centímetros.
A durás penas logró no empitonar, él mismo, al mozo al que pretendía adelantar.
Si tan solo dejara de arrimarle El País al hocico, quizás podría calcular mejor la próxima y, con suerte, llegar de una pieza al albero y regresar a pastar al caer la noche.
HADO
Marcos Dios Almeida
Vi como aquel morlaco apodado “La Parca” me sobrepasaba y clavaba sus pitones en un guiri rubicundo. Vislumbré también como pinchaba por la espalda a un pamplonica antes de catapultarlo hacia el cielo. Luego se viró, arremetió contra una valla tras la cual estaban apostados tres mozos de Protección Civil, rompió las tablas y aquella mala bestia segó sus vidas con dos movimientos de cabeza. Acto seguido se catapultó hacia un poli que intentaba desenvainar su arma, atravesándolo como si se tratara de un pincho moruno…
Había tenido ese sueño cada noche desde hacía una semana, aunque ahora ya no era pesadilla, sino realidad, el día de la carrera, y debía tomar cartas en el asunto.
Por eso tiré del niqui del inglés logrando que “La Parca” no llegara a alcanzarlo, y agarré el rabo del monstruo, frenándolo con mi peso e impidiendo que ensartara al pamplonés que corría en vanguardia.
El toro se dio la vuelta, como en mis visiones, pero gracias al agarre los voluntarios y el madero tuvieron tiempo para ponerse a salvo. Entonces se volvió nuevamente desasiéndose de mis manos, y atisbé la negrura de sus ojos, nigérrimos como mi triste hado.
UN NUEVE
Marga Gastón Monreal
Oigo pasar a los del estruendo mientras aprovecho ese hueco en la barra, chocolate para empezar el nueve sin haber despedido el ocho y entre pañuelos y cogotes el encierro en un 21 pulgadas.
Rápido y limpio aplauden en una mesa.
En la puerta se cruzan las fajas y los vasos abren pasillos desde arriba.
Pintxo y caña que temple el alma. Viene Jacinto cantando y su coro invita a otra, aún queda calle.
Si pesan no importa, las piernas no son del cuerpo, decía mi abuela; y saltan siguiendo la fiesta, hoy almuerzo y corrida y cena. La noche para la fiesta y si pincho mañana, será porque ya es otro día.