LUZ AL FINAL DEL TÚNEL
Byron Eastman
Mi esposa y yo veníamos de las fiestas de San Fermín un poco tomados, yo iba manejando. Al llegar al puente vi unas luces rojas y azules al fondo y una congestión de carros. Me adelanté por la doble línea amarilla, ya había pasado casi todo el puente cuando el carro se deslizó en lo que parecía aceite y perdí el control. A medida que avanzaba descontrolado en zigzag, vi una ambulancia, varios carros de policía y un carro tanque estrellado contra la baranda. Tiré el carro hacia la otra banda y cerré los ojos, mi esposa gritó. Cuando los volví a abrir, todo estaba tranquilo, nosotros seguimos, milagrosamente bien, por una autopista muy oscura. Mi esposa me tomó de la mano, me miró con una mirada muy tranquila y entramos a un túnel donde no había carros, solo una gran luz al final.
SIGUE LA FIESTA
Calamanda Nevado Cerro
Durante el viaje de vuelta a casa, llamó a toda su familia; dudó si tanta llamada era normal, o se había vuelto más cariñoso. A los que quisieron hablar, confesar o desahogarse, los escuchó. Se pusieron al día, y con extrema emoción planificaron la semana de fiestas.
Sus hermanos pequeños, mellizos, no cesaron de hablarle de cuando les enseñó a bailar en pareja, para la gran verbena del Parque Antoniutti, que conservan las novias de la noche de su debut, y que al año siguiente le pidieron, como corredor veterano, correr a su lado. Querían sentir el aliento de los animales tras de sí. Aceptó, con condiciones. Debieron prepararse físicamente dos meses antes, tener en cuenta sus prohibiciones, no llamar la atención de las reses, ni pararse en el recorrido. Recuerdan que les aconsejó: Desde los corrales de Santo Domingo, hasta la plaza de toros, participan corredores de todos los rincones del mundo, nada de melopea.
De niño, hasta su desaparición la mañana de la procesión del 7 de Julio, cada año acudía con sus padres. Ahí se vieron por última vez. A pesar de la falta de noticias, nunca dejaron de buscarlo. Hoy, mermado por la enfermedad, regresa a descansar, como los elefantes.
LA APUESTA
Carles Chicote
Cuando llegábamos a Pamplona vimos el toro.
El bosque verde, casi clorofílico, había dejado un brillo extraño en su mirada.
Por supuesto, luego correrían las teorías más peregrinas, que si el bicho estaba borracho, que si era un dios micénico, cualquier tontería de excursionista. Al fin y al cabo, estábamos de vacaciones e íbamos a los Sanfermines a pasarlo bien.
Desde el frontal del coche sólo veíamos sus enormes patas, el cuerpo incompleto, la carretera. Salimos. Parecía un ser mitológico robado a la realidad de un planeta, que desde luego no era el mío, y entendí que antes moveríamos el coche que no el toro, pero finalmente este removió su majestuosidad de Buda para perderse lánguidamente entre los árboles.
Esa noche comimos pochas, pan tierno y acostamos temprano a los niños.
No pude dormir, pensaba en el dichoso animal. Me dominaba una sensación de angustia, de felicidad. No puedo explicarlo. Sólo que al día siguiente regresaríamos indefectiblemente a Bilbao, y no soportaría el calor del asfalto o la encerrona de la oficina. Decidimos echar una moneda al aire. Todo o nada. Perdimos.
Cuando dejamos Pamplona el toro seguía allí.