ESPERANZA
Michel Platón Gómez Cambronero
No se había cansado de vivir, en realidad se había cansado de sufrir. Con la mente fría decidió que era hora de poner fin a su estancia entre los vivos, ya solo le quedaba elegir cómo. Tenía claro que no quería una muerte insulsa, pensaba irse por todo lo alto y no se le ocurrió otra cosa que viajar hasta Pamplona y dejarse caer en mitad de un encierro para que los toros y la muchedumbre le regalaran su billete al más allá. Pero de madrugada, una vez en el callejón, se contagió del entusiasmo de los que le rodeaban y pensó que no se rendiría tan fácilmente, que plantaría cara a la muerte enfrentándose a ella con todas sus ganas. Sonó el chupinazo y corrió con el corazón saliéndosele por la boca, con las lágrimas cayendo por sus mejillas, mientras las imágenes de su vida pasaban por su mente como una película; empujones, codazos, algún que otro susto y en un abrir y cerrar de ojos, sin saber bien cómo, pisó la arena de la Monumental y una alegría indescriptible se apoderó de él: seguía vivo, debía de ser por algo.
ESTABA BAILANDO
Miguel Marrero Medina
Una vez hice un amigo muy lejos de casa y me ayudó a olvidar que lo estaba. Así que en agradecimiento, le invité a mi isla. Vino a Tenerife, y le enseñé las mejores playas, la belleza de la laurisilva y toda la gastronomía que pudo aguantar. “Nunca invites a tu casa a nadie a cuya casa no irías de invitado”. Tríptico como siempre, me dijo eso antes de invitarme a visitar su ciudad: Pamplona. Además, me obligó a hacerlo en un momento específico: del 6 al 14 de julio. Me agradaba la idea de estar en San Fermín, por lo que no opuse réplica. Amo a Hemingway, ¿que más puedo decir?
Como es costumbre en mí, pese a tener tiempo suficiente, llegué justo. Me desperté en el avión e instantáneamente, me estaba poniendo el pañuelo rojo alrededor del cuello. Los amigos de mi amigo, se convirtieron rápidamente en mis amigos. El ambiente festivo, los vasos de vino y la gente sin parar de bailar por la calle me llevó en volandas. Tenía la satisfactoria sensación de vivir algo nuevo, mientras a la vez, la reconfortante sensación de hogar. Aún mi familia no se cree que no vi ni un toro. Estaba ocupado bailando.
FIJO DISCONTINUO
Miguel Salvador Muñoz
El sentido del oído prácticamente le ha abandonado, aunque a lo lejos aún cree percibir el sonido del Txupinazo. Un escalofrío recorre su cuarteada piel. Es consciente de que este año no verá los encierros, tiene asumido que sus recuerdos jamás ya se trasladarán a la época en que anhelaba el encuentro con los astados en una mezcla de temor, euforia y orgullo. Pero lo que más le entristece es no poder ver a su nieto correr el encierro por primera vez.
Nota que sus ojos poco a poco se le cierran, sabe que se va, pero no tiene miedo.
Despierta rodeado de una neblina, una figura imponente viene hacia él, no sabe por qué, pero tiene la certeza de que es San Fermín. Su primera reacción es darle las gracias por el percance que tuvo en 1983, un astado casi lo empitona, su quite le salvó. San Fermín sonríe al tiempo que le entrega un capote. La felicidad se instala ya en él para toda la eternidad: nunca hubiera imaginado que el santo tuviera subalternos.
¿Y LOS TOROS? MAMÁ
Miguel ángel Cordente Triguero
Pocos periódicos y ninguna televisión dieron la noticia; mi abuelo jura que fue para no asustar. Lo cierto es que a mediados de junio una patera con veinte hombres, doce mujer, dos de ellas embarazadas, y cinco críos, uno aún bebé, llegó al Cabo de Gata. Los hombres que los esperaban los subieron a un camión y les avisaron de que guardaran silencio y las ganas de hacer pis.
Poco antes de llegar a la frontera francesa, avisaron al conductor de la presencia de un control policial. El camión circuló por una carretera provincial, luego por una senda de tierra, poco después se detuvo.
— Salgan todos.
Los migrantes salieron al campo, caminaron durante horas, aguantaron la sed y el hambre, hasta llegar a las murallas de una Ciudad. Llamaron a las primeras casas y pidieron agua y comida. Algún ciudadano se la dio, otros les rehuyeren, otros llamaron a la policia foral.
El primer grito salió de la garganta de una de las mujeres embarazadas, un bebé lloró, un hombre se quejó: nunca debimos abandonar Sudán. Todos corrieron por las calles de la Ciudad.
En la plaza del Ayuntamiento una vecina cogió en brazos a su hijo, apartándolo.
— ¿Y los toros?, mamá
UN BALCÓN, EN MERCADERES
Miguel ángel Villanueva Pinillos
-Hay revistas de decoración que presentan los balcones como si fueran el templo del Taj Mahal, ¿no te parece que aquí cabe un huerto vertical y un pequeño sofá de palés? – dijo en voz alta, para poner sonido a su enfado.
-No lo veo claro, bonita- concluyó Javier.
Cuando Matilde estaba mosqueada sólo podía pararle la locura, cogía carrerilla y no retrocedía el genio hasta pasado un tiempo muy largo. Algo que no se medía en segundos, ni cambios de luz, sólo en lo desmesurado que era su empeño. Una vez aprendió a carburar Vespas con Braulio, su vecino que tenía un pequeño taller.
Lo extraño de aquel enfado era la fecha, en vísperas de Sanfermines, tiempo de banderas blancas en casa. Había planchado los pañuelos y sacado la ropa. Además, tenía las alpargatas, que aunque se quedaban pegadas en los adoquines de su calle Mercaderes eran indispensables. Estaba tan cabreada con el mundo que tenía asustado a Javier. Matilde era capaz de alquilar el balcón o proponer un cambio estructurar en el edificio, para coparlo de ventanas. Todo, antes de llorar por su amiga que había olvidado las fiestas, los encierros y el caldico con el que amanecían juntas, en el balcón.