XIV Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín


SAN FERMÍN

Mónica Andrés Lacasta

Faltaban cinco minutos para las doce del mediodía y estaba nervioso. Sabía que durante los próximos días las fiestas de San Fermín tomarían el control de la ciudad de Pamplona. Miles de personas disfrutarían de los encierros, de los gigantes, de los cabezudos, de la música… y él, un año más, volvería a cobrar vida.
Ansiaba unirse a ellos, conocerlos y dejarse llevar por el ambiente. Hacía amigos nuevos que venían de otras ciudades, de otras provincias, de otros países y a lo largo de todos estos años había conocido a muchos personajes ilustres, Hemingway, Orson Welles, Ava Gadner, Arthur Miller, Inger Morath… Se sentía afortunado por haber compartido con ellos las fiestas, sus fiestas.
¡Por fin! El sonido del cohete retumbó en el cielo y el grito de entusiasmo de todas las personas presentes en la plaza del ayuntamiento se oyó como si fuera uno solo. Las fiestas de San Fermín habían comenzado y él sería el encargado de que todos disfrutaran de ellas, llevaba haciéndolo muchos años y sabía, que mientras estuviera en el corazón de los pamploneses seguiría haciéndolo muchos más. Al fin y al cabo, eran sus fiestas y él era San Fermín.
 

PROGRAMA DE SAN FERMÍN

Mónica Florencia Josid Huber

Seis. A dormir, a dormir que mañana es San Fermín. Siete. Mamá me viste de blanco para la procesión, la abuela ha bordado a Caravinagre en mi pañuelo. Ocho. Le doy la mano a Carlita y corremos muy rápido para que el toro de fuego no nos alcance. Nueve. Los mayores toman el vermú, nosotros bailamos al ritmo de la comparsa. Diez. Música, sirenas, nuestros coches chocan unos contra otros. Las barracas todavía están junto a la Ciudadela. Once. La fiesta se vive en la calle. El cielo se enciende y brilla, los estruendos rebotan en los edificios. Beso a Carla por primera vez. Doce. Comidas con la cuadrilla, la mesa es cada vez más larga. Los más pequeños juegan a la baraja: las sotas son cabezudos; los caballos zaldikos y los reyes son los gigantes. Trece. Los veo caminar, Carla lo lleva de la mano. Él espera paciente hasta que ve los cuerpos enormes salir de la estación de autobuses y comienza a saltar. Catorce. Con esfuerzo bajo la caja de madera del estante más alto del armario. Todo huele a jabón de Marsella, echo de menos a Carla. Sostengo el pañuelo de Caravinagre entre mis manos temblorosas: mi hijo tiene hijos propios.
 

OTRA VEZ SERÁ

Mónica Ruth Trujillo Gómez

Manu puede escuchar en sus oídos el retumbante latido de su corazón, es más, está convencido de que todos a su alrededor pueden oírlo. Rodeado por la muchedumbre ardiente, suda a mares. La ropa blanca refleja los destellos del sol que parece recargarlo con el poder de sus rayos.
La pasión rebosa sus venas derramando el rojo sobre el pañuelo del cuello mientras el otro carmín que rodea su cintura le recuerda que la emoción no puede cegar la prudencia, no quiere más que esos rojos textiles sobre su cuerpo, nada de sangre…por favor…por favor…solo adrenalina para saciar su hambre de emoción. Ruega con el alma en vilo mientras calienta las piernas para arrancar cuando den la señal.
Se acerca un gigante negro, puede sentir el vaho de su respiración, mira de reojo los afilados cuernos como si pudiera dominarlos con la mente. Su piel se eriza al notar un leve roce tibio y áspero en su antebrazo desnudo. Le duele la cabeza y empieza a notar frío. ¿Desapareció el calor, el ruido, el polvo?

―Tranquilo, solo fue un desmayo, a lo mejor otro día consigue correr.

Era la voz de una enfermera de enmarañada melena negra que intentaba canalizar su vena para hidratarlo.
 

ROJO SOBRE BLANCO

Montserrat Ferreras Ibáñez

Las bombas revientan contra mi pecho. Olfateo el miedo y la resina de las talanqueras. Me lanzo al abismo, una suerte de túnel donde a empellones y sofocados tragos de aire avanzo como ya hicieron mis ancestros.
– Correr aquí es un premio. Pamplona es especial – Me lo dijo orgulloso, clavándome la mirada.
– Es especial. Es especial – Y yo me lo repito como una ofrenda.
Corro con furia y pasión desatadas. Busco mi hueco. Hay gritos. Pasión. Miedo.
– Es una simbiosis entre la bestia y el hombre, la vida y la muerte, la catarsis y la tragedia – Paladeó las palabras con todo el peso de la historia mientras me lo decía, minutos antes del encierro.
Corro con furia y pasión desatadas, orgulloso, y me estrello brutal contra la pared; de repente, todo es rojo bermellón sobre blanco.
– Es especial- Me lo recuerdo satisfecho cuando agonizo.
Mis ojos redondos y vidriosos se posan, primero, en cientos de caras admiradas y, después, en la sangre que mana de mi morro y gotea hasta las pezuñas.
“Murió por su casta y bravura” sentencian al día siguiente los titulares a toda página, incrédulos ante una muerte tan inusual como gloriosa.
 

UNA CHICA FABULOSA Y CATASTRÓFICA

Muriel Castro Dufourny

Era tan enamoradiza como enamoradora, y así no se puede vivir. Sobre todo, los demás.
Richard la vio en la Plaza, se sintió náufrago, subió al balcón, la oteó, alargó el brazo, se enganchó al cohete, voló hasta una pelota hinchable gigante, rebotó contra la pared, y se incrustó.
El técnico pirotécnico Iñaki la vio e improvisó un poema exultante y alborozado de versos incendiarios, y coreografiando sinfonías evanescentes ardieron sus dedos, cejas, pelo, hasta prenderse él en fuego vivo, surcando el cielo a lomos de una estrella fugaz resplandeciente, donde explotó.
Tomás, solista de Capilla, la vio y cantó un gallo estridente, el coro desentonó con la misma buena gana, el sacerdote desafinó su padrenuestro, y el sacristán tocó un son de campanas tan desacordadamente melodioso, que provocó un flechazo múltiple en efecto dominó.
Ernest la miró, cruzó sin mirar, y le pillaron los toros.
Los gigantes, cabezudos, kilikis, zaldikos la vieron, y bailaron, reviraron, rebrincaron, galoparon en gigantesco circo de pistas superpuestas, kilikis sobre zaldikos, encima de cabezudos, a hombros de gigantes, torbellino que arrojó sus amores y piezas articulables en mil direcciones desatadas.
Cuando mandaron apresarla, San Fermín la cobijó en su capote, hasta convertirla en fulgurante vela de su altar.