XIV Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín


FERMÍN Y OTROS FERMINES

Pablo Rafael Idrovo Recalde

La tierra estaba sumida en agua, todo fue hundido, nada se cuidó, la humanidad al ser tan mal ocupada por el calentamiento global se terminó, junto a ello los animales y plantas terrestres fueron exterminados. Una nave de condiciones extrañas surcó por el norte del hemisferio pasando el ecuador, la nave con leves giros y forma pausada posó en el medio de la nada. Detenida la nave, un ser llamado Kavil bajó del bastimento, con una soledad que aprisionaba el pensamiento, mirando a su alrededor observa que todo era agua, tan solo recordó en su último paso por la tierra, que una joven de Pamplona le contó con un beso sobre el alma de Fermín. Al acercar su mirada y oído al inmenso mar, sentía que escuchaba un cohete saludar a la multitud rebosando en las fiestas de San Fermín, al compás musical preconizando con bailes, comida y el jolgorio de la estampida de toros hasta el corso de la plaza, Kavil sonrió de sus recuerdos, también lo llamaron Fermín, y subió a la nave, dando un vistazo nuevamente a la inundada tierra, colapsada de agua, y salió al sonido de la luz quedando centenares de pañuelos rojos que emergen del mar. 

EL PLACER DE PERDER

Paloma Hidalgo Díez

Por un cúmulo de casualidades terminé trabajando en el servicio de objetos perdidos durante aquellas fiestas. Desde el primer día fueron llegando carteras, móviles, mochilas… la cantidad de pertenencias que se extravían en los Sanfermines. Las clasifiqué en espera de que sus propietarios las echaran en falta y se acercaran a recogerlas. Vino mucha gente, recuerdo al inglés que había perdido la documentación esperando al chupinazo, a la australiana que buscaba sus gafas, de buceo, y al argentino que preguntaba por su reloj, herencia de un abuelo pamplonica al que venía a emular corriendo en los encierros. La mayoría recuperaba sus pertenencias. Néstor, el argentino, necesitó volver varias veces hasta encontrar su Festina. Sin embargo, siguió perdiendo cosas y volvía cada día. Una armónica, su estuche de ortodoncia, el pasaporte…Yo disfrutaba al verle, imaginaba la suavidad de su rizos, flotaba en su mirar de cielo de verano, y le decía sonriendo que volviera, que no habían traído nada, y él volvía, y se adentraba en mi constelación de pecas, y se bañaba en la corriente cálida de mi voz.
Aún guardo en el cajón de la cómoda la armónica, puede que se la deje a nuestra hija, para que juegue, un día de estos.
 

FERMINICO

Paola Ruiz Lopez

-Todas las mañanas a las siete allá estaba, al lado del santico. Ni desayunar hacía.
-¿Le rezabas antes de que lanzaran el cohete, Fermín?
-¡Claro! ¿Cómo me iba a echar el capotico sino? Belén, ¡a veces me haces cada pregunta!- le contesta medio enfadado.
-Ya sabes que yo lo de rezar, Fermín… Y seguro que irías el más elegante, ¿a qué sí?
– ¡Por supuesto! Estos jóvenes que ahora van manchados… -chasquea los dientes y sube los cejas-. Con traje, así corríamos antes, como debía ser. Menudas carreras me he pegado yo. Madre mía.
– ¿Y luego ibas a por chocolate con churros a la Mañueta?
Fermín se le queda mirando con ojos extrañados, arruga el entrecejo y le pregunta:
-¿La Mañueta? ¿Qué es eso, moza? ¿Churros? ¿Es la hora de la comida ya?
Belén le agarra la mano y con ojos llenos de cariño le contesta:
-Todavía no, Ferminico. Voy a por un cojín para ponerte en la espalda que sino después… ¡ya verás!
– ¿Hoy quién era, Belén?- le pregunta Sandra, la auxiliar más joven de la residencia.
– Un corredor del encierro.
Belén le coloca el cojín mientras Fermín empieza a susurrar de nuevo: 1 de enero, 2 de febrero… 

UN EXTRAÑO EN SAN FERMÍN

Patricia Herrero Santos

Durante las celebraciones de San Fermín, Pamplona bullía de actividad. El aire estaba lleno de música, risas y olor a comida. Los corredores nerviosos se alinearon en la calle, preparados para ser más rápidos que los toros.
Al mismo tiempo, un hombre extraño de sonrisa enigmática se mezcló entre la multitud. Nadie sabía por qué estaba allí ni de dónde había venido. No solo no tenía puesto un pañuelo rojo, sino que tampoco parecía estar interesado en participar en la fiesta.
El desconocido se acercó a la plaza de toros mientras la multitud se concentraba en la corrida. Pasados unos minutos, la muchedumbre comenzó a escuchar un fuerte ruido proveniente del interior, pero los guardias de seguridad no le prestaron atención. El recinto fue sacudido repentinamente por una explosión. Los toros se volvieron irracionales y comenzaron a embestir a los toreros.
Mientras el gentío intentaba huir aterrorizado, los gritos y el pánico estallaron en toda la ciudad.
Los bomberos descubrieron el cuerpo del extraño entre los escombros cuando todo se había calmado. En su mano portaba una nota que decía: «Esto no ha hecho más que empezar”.
Desde entonces, las festividades de San Fermín nunca han sido las mismas.
 

ARRIBOS Y PARTIDAS

Patricia Collazo González

La cigüeña apoyó su carga sobre el tejado más alto que encontró. El rorro lloraba asustado por los gritos de la multitud. Con un movimiento del pico lo arrulló. Después se asomó hacia la calle. Sus experimentados ojos jamás habían visto algo así. La gente corría delante de unos enormes animales astados. Algunos caían, enmarañando patas, piernas, cabelleras y camisetas blancas. Observó uno por uno los balcones. Todos repletos de gente exultante. Ni un miserable hueco en donde dejar el encargo. Revisó sus papeles. Estafeta, la calle era la correcta.
Debajo, a veinte metros de sus zancas, repentino silencio. Luego, sirenas, pares de piernas corriendo con una camiseta ensangrentada en andas y gritos de auxilio.
El hombre apareció flotando y se sentó junto al ave. Acarició la cabeza del bebé. La sangre brotaba desde su pecho y teñía de negro el pañuelo rojo.
—¿Nuevo en el barrio? —preguntó señalando al bebé.
La cigüeña asintió. Hubiera querido preguntarle si estaba muerto, pero no sabía hablar, y además odiaba las preguntas retóricas.
El aparecido no aparentaba preocupación.
—Mira, allí es —pronunció señalando una ventana — Ojalá lo llamen Fermín
El niño gorjeó cuando el ave levantó vuelo. El muerto se quedó tarareando el Pobre de mí.