MOMENTOS DE UN AYER
Rosa Maria Gil Ramirez
Aqui construyo mi mundo de fantasía, en mi espaciada habitación, donde lucho por mis metas y sueños.
Aqui puedo sentirme yo misma, en este rincon de mi casa, donde siempre tendré un espacio y una cama limpia donde dormir.
Mi madre en la cocina, esperando a su niña, para juntas tomar café y hablar de mil cosas. Ella mi amiga de todas las horas, mi guerrera incansable, ella la que siempre está ahi y puede con todo y aunque a veces se canse, nunca se queja. Ella la que sufre cuando yo estoy mal, ella mi fiel compañera, esa mujer que admiro por tantas cosas, su grandeza, nobleza y su forma de luchar en la vida, esa mujer es mi madre.
Aqui guardo tantos recuerdos, momentos ya pasados de un ayer.
Cuando todavía era una niña y mi padre me cogió entre sus brazos, me miraba, con ilusión de tener a su primogénita entre sus manos. Yo adoro y admiro a mi padre, ejemplo diario de constancia, perseverancia, sabiduría y disciplina. El para mi es un rey, un héroe de leyenda, mi amigo también y sus pasos siempre seguiré.
Tantos errores y fracasos, tanto caer y levantarse y volver a levantarse como si nada.
LA FIESTA EN EL CORAZÓN
Rosa Maria Barberia Ardanaz
Salió del consultorio con emociones encontradas, no sabía a qué se enfrentaba. La doctora había sido contundente en el diagnóstico. No había lugar para la duda. ¿Y ahora qué? Se preguntaba. Decidió caminar por las calles de su querido casco viejo. Su corazón latía al ritmo de los recuerdos que acudían a su encuentro. Una media sonrisa iluminaba su semblante. Sin darse cuenta se encontró en la cuesta de Santo Domingo, frente a la hornacina de San Fermín. Se apoyó en el muro y cerró los ojos. Sintió el calor del cantico que los mozos le dedicaban cada mañana pidiéndole protección. Las lágrimas incontenibles se desbordaron por sus mejillas y desde lo más profundo de su ser le dio las gracias por tantos momenticos vividos y por las emociones que inundaban su corazón, cada seis de julio, al compás del txupinazo y los txistus. Ya falta menos le dijo y le lanzó un beso. Llegaron las fiestas y desde la cama del hospital, entre sedantes, apenas pudo disfrutar de pequeños raticos. Fue el catorce, un miura corneó a un mozo de gravedad. Ahí estoy yo pensó y se ofreció voluntaria para el trasplante. Camino del quirófano, sonreía, llevaba la fiesta en su corazón.
JE M´APPELLE ANTOINE
Rubén Martín Camenforte
Aquel mocetón engreído creía estar de vuelta de los sinsabores vitales. Se había rapado al cero el cabello dorado de infancia, y, allá donde creciera el rosal por antonomasia, cultivaba unas plantitas de marihuana. En los albores de julio, una inesperada explosión le hizo tensar la espalda: A cuatro pasos, acababa de esquivar el impacto de un artefacto. Las cosas de vivir en un asteroide del tamaño de una casa… que todo se ve, se escucha y se huele: mucho más, la pólvora quemada. —No ocurrió precisamente en aquella ciudad en fiestas… En la plaza consistorial de Pamplona, reinó el desconcierto: habían perdido el chupinazo de vista—. A un Principito se le presupone amplitud de miras, así que lo interpretó como una señal universal para su pronta resocialización. Tantas gentes divirtiéndose, de blanco y con pañoleta roja… Sabía de qué iba y pensaba concederse otra terráquea oportunidad. Tras unos tijeretazos, rellenó dos bolsitas de tela. Prudencialmente, los encierros desde la barrera. Se avecinaban días intensos por delante y, quizás, su primer amor carnal. De porte andaba sobrado… Le faltaba la asignatura pendiente del trato, pero el influjo de los Sanfermines…
EL ESPEJO
Rubén Navajas Bonafaux
Como cada 7 de julio, me quedo a solas frente al espejo. La imagen que me devuelve es la de un niño de ocho años, pecoso, con gafas y mi inconfundible pelo rizado color zanahoria. El cuerpo aún sin terminar de hacer, un tanto desgarbado y fofo, queda escondido bajo la vestimenta festiva. Mi madre se ha encargado de que cada prenda luzca como si fuera nueva. El pantalón, de un blanco inmaculado (nunca he sabido el secreto para que desaparezcan las manchas más incrustadas después de un día entero en la calle), recién planchado y con la raya perfectamente alineada; el polo igualmente blanco, sin la más mínima sombra de sudor; el pañuelo y la faja, de un rojo intenso y sin una arruga; y finalmente las alpargatas, blancas con cordones rojos, que parecen recién compradas. Y así un año tras otro.
Cierro los ojos y espero unos segundos antes de volver a abrirlos. Sigo con la vestimenta festiva. Pero está ajada, grisácea por el paso del tiempo. Ya no queda rastro del niño de ocho años que una vez fui. Ni de las pecas que poblaban mi cara. Sólo el recuerdo, que regresa cada 7 de julio.
VIAJE A LA SEMILLA
Sagrario Zueco Eneriz
Julen respira emocionado ante su última carrera. Los nervios lo impacientan. Hoy todo adquiere tintes de despedida, en un anhelo de perfección como broche final a veinte años de tradición, palpitaciones, apretones de manos, rituales ordenados que espera que lo salven de un azar caprichoso y desgraciado.
Coloca la faja rodeando su cintura, sujetando esa bola de nervios que se enquista antes de empezar el recorrido. Ata su pañuelo rojo al cuello y respira hondo:
¡Gracias papá!,
por mostrarme lo que fue para ti,
por haber sembrado en mí la emoción primera como un cuento de aventuras que hoy aún permanece,
por enseñarme a correr ante estos astados poderosos,
por contagiarme la pasión por esa locura de empujones, gritos, codazos y tropiezos que culmina cuando te pones a la par del animal y lo acompañas unos metros,
por empujarme a su costado para oler su adrenalina, sentir también su miedo, oír a la carrera el estruendo de sus pezuñas en el suelo, por tocar lo tosco de su pelo, por sentir su aliento en mi quijada,
por levantarme cuando todo se torcía y acababa pateado por quinientos kilos de animal.
Que San Fermín me acoja en su capote.
¡Va por ti papá!. Hasta siempre