XIV Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín


TODAVÍA

Daniel Pastrana Gallego

Todavía siento la adrenalina tensando cada músculo, el sudor nervioso, el calor. El sonido de los cencerros martilleando mis oídos al acercarse. Y las pisadas, que parecen de otro planeta, de algún gigante que amenaza nuestra existencia.
Son nobles, sí, pero nosotros lo somos más. Son poderosos sí, pero nosotros lo somos más. Son historia viva de esta tierra, como nosotros.
Y comienza el baile. Y sus tonos pardos, zaínos, arrasan las calles.
Todavía recuerdo a mi padre sonriendo, pleno de satisfacción en mi primer día de encierro. Nunca olvidaré esa sonrisa cansada tras terminarlo, cuando las reses se envolvieron del ocre del albero en el ruedo. Yo le pregunté que por qué sonreía. Él me dijo que algún día lo entendería.
Hoy es el pequeño Jorge el que me sonríe, nervioso. Es su primer encierro. Hoy volaremos por las calles, montaremos en esas estelas oscuras que nos llevarán al cielo y cumpliremos así la tradición, la historia, el hito. Hoy seremos cosmonautas de la memoria. Todavía siento la plenitud de la niñez en mis músculos. Cuando todo termine, sabré que Jorge también la siente. Y le sonreiré. Y él me preguntará el motivo. Y yo le diré que algún día lo entenderá.  

LA RAMPA

Daniel Fernández Casado

Hoy, son ya treinta los años vencidos desde su último encierro aunque hace mucho que él perdió la capacidad de contarlos. Su tiempo escapa tras la ventana frente a la que, dicen, le gusta pasar el día. Fermín contempla cómo el enfermero charla con su compañera y se pone en marcha. Hoy es 7 de julio y la cuadrilla lo espera al inicio de Estafeta. El anciano calcula la fuerza que aún guardan sus manos artríticas palpando las grandes ruedas de goma. Tras comprobar el nudo de su faja, se santigua y empuja con decisión la silla rampa abajo. Cierra los ojos y regresa al encierro: los pañuelos del color de su sangre, la emoción apretando el estómago, el viento en su rostro mientras corre por su vida. Escucha su nombre en la lejanía y un chirrido metálico mientras siente que gira sin control. No recordaba que hubiese un giro antes de llegar a Telefónica. Pero confía y, protegido por el capotico de su tocayo, una tormenta de brazos contiene su cuerpo antes de contactar con el pavimento. Abre los ojos y sonríe. Los enfermeros, que ya lo conocen, no pueden evitar corresponderle. “Me cago en todo, cómo te gusta la fiesta, Fermín”.  

DON HERÁCLITO

Daniel Alberto Vergel Bedoya

La noche antes de que el toro muriera y dejara caer sus cachos gastados contra el suelo, don Heráclito soñó que era arrastrado por una multitud que se sentía como un río de huesos y él intentaba inútilmente aferrarse a algo. A la mañana siguiente, las náuseas lo doblegaron y vomitó bilis, sentado en la misma silla donde había pasado los últimos días. Agobiado por la migraña y el gusto del alcohol en la boca, don Heráclito gastaba su tiempo mirando, a través de una ventana diminuta en su cocina, la huerta descuidada, las cabras sin corral y aquel toro moribundo, que fue una gran promesa para las corridas, meses antes de quebrarse la pata y ser el motivo de sus depresiones y borracheras. El primer día de las fiestas, la gente armó un gran alboroto en la ciudad; en el corral, los chulos se turnaron para devorar el cadáver del toro, la maleza no paró de crecer, las cabras de hacer daños en los jardines, mientras don Heráclito quedaba sumergido en una corriente imperceptible de sangre alcoholizada, proyectos inconclusos y pensamientos incoherentes.