LA CITA, A LAS 12:00
Fernando Astráin Abadía
Prometí volver a estar en la aglomeración asfixiante de la Plaza Consistorial para renovar y sentir la transformación de mi piel en un nuevo Txupinazo.
Miraba al cielo para adivinar si podría ser realidad el poder mejorar nuevas sensaciones. Imaginariamente me subí a un dron para intentar observar una plaza distinta. Me acerqué a la admirada fachada del Ayuntamiento y recorriéndola lentamente observé que el balcón central no tenía banderas. Desde lo mas alto miré hacia abajo, donde se da cita la marabunta, pudiendo ver el clásico fenómeno humano que por cuya propia energía desencadena oleaje color rojo, sin elementos contaminantes en su superficie que pudiesen trastocar su calidad y excelencia.
Volví a la majestuosa fachada viendo de cerca a las dos estatuas de Hércules; a la Fama que toca el clarín y maniobrando el artilugio descendí hasta las esculturas que hacen guardia todo el año en la puerta principal, la Prudencia y la Justicia. Todos y todas lucían elegantemente el símbolo de las fiestas de San Fermín anudado a sus respectivos cuellos, ese signo de identidad que en el momento de unir sus extremos te lleva a la fiesta; a la amistad; a la unión y al respeto. La cita, a las 12:00.
EN LA PLAZA DEL CASTILLO NO HAY NINGÚN CASTILLO
Fernando Rodríguez
Había perdido la noción del tiempo. Se concentró: era el último encierro y todavía ni una sola carrera decente. No había dormido, se dejó arrastrar por la noche en la ciudad y ahora no podía quitarse de la cabeza a aquella chica que se esfumó de entre sus brazos. Por fin se escucharon los cohetes que anunciaban la salida de los morlacos. Tensión. Había cambiado de zona, probaría a mitad de la calle Estafeta. La manada ya se aproximaba oculta por el manto blanco de corredores, comenzaron los codazos y ella cogió el rebufo de un mozo que la llevó en volandas hasta desvanecerse. Después todo fue muy rápido, justo cuando iba a entrar frente al primer toro, otro la embistió por detrás, el pinchazo seco y abrasador, la acrobacia en el aire y la caída con la cabeza contra el asfalto. Todo se oscureció e inmediatamente aparecieron unas formas extrañas y bellas, el trance de amor y plenitud: era la primera vez que moría y era alucinante. De pronto el reverendo golpeó la puerta y gritó que era hora de ir a misa. Ella se desconectó y recogió todo, se palpó el cuerpo y pensó que dormiría durante el sermón de su padre.
SAN FERVOR
Fernando Ariel Nicollier
Alzó sus astas al cielo como rezando. El miedo impregnó el suelo, pero miedo y violencia es siempre lo mismo. En el silencio, que fue una eternidad, un hombre está postrado delante de él ¿adorandolo como en tiempos de Moises? Un quejido lo calma, lo mira a los ojos.
El toro comprendió al indefenso y demoró la embestida. Fue tan rápido que solo duró un abrir y cerrar de ojos. El fervor se llevó ese momento, pero dicen que nuestra vida es un parpadeo comparada con la eternidad.