UN FINAL YA VISTO
Isabel Díaz Matos
—Otra malograda fiesta de San Fermín —dice mientras bebe un trago de vino—, nadie está a salvo, compañeros.
Un grupo de ebrios -vestidos con camisas blancas y fajas rojas- escucha al hombre.
La barra está repleta de pañuelos. A lo lejos, se oyen golpes, pasos, clamores. Nadie se inmuta.
—Uno de nosotros no sobrevivirá a este 6 de julio maldito. Esa persona no podrá escapar, no podrá evitar la embestida ni tan siquiera su roce, pero, escuchad bien compañeros míos, nada perderá porque en el fondo sabe que la nece…
De pronto, la puerta se abre. Una sombra negra cubre las paredes del lugar. Los hombres bajan sus rostros, se preparan…
El orador ingiere la última gota. Aprieta su faja y siente como se comprimen sus órganos. Cae.
Minutos después, surge un nuevo orador.
—Nadie está a salvo de ella —exclama.
A PAMPLONA HEMOS DE IR
Isidro Moreno Carrascosa
El año pasado fue más divertido, yo era uno de esos pastores que con la vara dirigía a las reses y a los recortadores. Casi todos me obedecían.
Ahora, muchos me dicen que es mejor este puesto, pero yo me muero de vergüenza. Aquí arriba, inmóvil, entre velas y ante una muchedumbre que, con periódicos en mano o a puño cerrado, me cantan y me piden bendición. Yo miro al infinito, como si no fuera conmigo la cosa.
Nada más abrir, a mis pies, se forma el primer tumulto con caídas, carreras, los toros resbalan, los mansos también, los mozos se pisan y se asustan después. Eso es lo que más me divierte.
Un pitido avisa de que ya es hora del recreo. Se recomponen los toros, los mozos y los pastores. Salto desde la hornacina; yo ya no aguanto más esa inactividad. Busco a la “seño” que aún con silbato en mano nos mete prisa para que abandonemos el escenario, porque ahora llegan los mayores para ensayar no sé qué de “Romero y Julita”, o algo así.
Le voy a decir a mi “seño” que, para el próximo curso, yo me pido de toro porque es mucho más «diver». ¡Dónde va a parar!
ESE MOMENTO.
Ismael Sesma Del Val
Me gusta caminar despacio en la madrugada por lo viejo, cuando las músicas ya han dejado su eco en el aire de la noche. Las gentes se retiran, hay que hacer acopio de fuerzas para la fiesta que seguirá mañana. El bullicio se apaga poco a poco como un cabo de vela gastado y la noche rellena los rincones. El silencio y el tiempo se conjuran como dos viejos conocidos que solo precisan de un gesto; se detienen en un instante de quietud y la ciudad queda suspendida, como dormida. Me deleito en ese momento silente que, por fortuna, resulta efímero. Al poco, Pamplona se despereza ante la certeza del nuevo día. Coqueta y abierta, se acicala para salir y ser admirada, anudada su cintura en rojo. Las gentes reaparecen, con sus anhelos, plegarias y cánticos, sus blancos y el pañuelo al cuello. Todo vuelve a hervir en la espera del cohete, que asciende anunciando el nuevo encierro.