VOLVÍA LA ILUSIÓN
Ixai Salvo Borda
La sensación de nervios no salía de su cuerpo aquella mañana. La ropa la sentía cómoda, más una extraña sensación de olvido recorría su cuerpo. Todo estaba bien, pero algo faltaba.
Volvió a repasar todo, pantalón, polo, habían empezado a llevarlo con el nombre de la cuadrilla, pañuelo, aún sin anudar al cuello y la faja. Estaba todo, hasta las zapatillas cómodas que solo usaba para las fiestas.
Mirándose al espejo durante el repaso se dio cuenta. Le faltaba la sonrisa. Ya eran dos años sin haberse puesto el «uniforme», y los nervios le podían. Le faltaba esa sonrisa que desde siempre asomaba el 6 de Julio al vestirse en casa. La sonrisa que reflejaba la emoción y los nervios, la felicidad de volver a cantar al santo y disfrutar.
Cerró los ojos, pensó en lo que venía por delante. «Ahora sí, este año, sí» se dijo mientras los volvía abrir.
Y ahí estaba, tímida al principio, volviendo a encender su corazón, la ilusión nunca perdida, solo guardada para protegerla de los malos tiempos. Habían vuelto las fiestas. Volvía la ilusión.
MATTHEW
Jabo H. Pizarroso
Aquel día de hace tanto amaneció embutido en una luz imborrable. Era un sol fresco, desazucarado, que sellaba con delicia y plomo de albaricoque la plena sombra de cada piedra, cada casa, cualquier adoquín, como si la noche hubiera encontrado paz eterna en el rincón de una mirada. Eran dos y se marchaban de Pamplona. Mi escaso inglés de aquel entonces otorgó un regalo inesperado a mi escucha distraída entre la multitud; «Matthew, let´s go, please», dijo la chica en ascenso hacia el autobús que iría y de hecho fue hasta Bilbao. El no de Matthew resonó barroso, lánguido y legítimo como si el asta de un toro le hubiese atravesado el corazón en el preciso instante de pronunciarlo. Poco después vi su muerte en las noticias: acristalada y milésima en la Plaza del Ayuntamiento, mientras me tomaba un café con un pincho de tortilla y el sueño hacía cabriolas en mi cabeza. Eran las nueve en sombra de la mañana todavía, igual que ahora en Illinois, pero sin aquella luz inolvidable. Llevo tiempo viviendo en Estados Unidos, en Naperville. No sé por qué aquel chico de Illinois marcó mi vida. Es improbable que alguna vez conozca a quienes le conocieron, nunca se sabe.
EL ENCIERRO
Jaime Barba
Llegué a Pamplona siguiendo a la mujer que me traía de cabeza. No me hacía caso, pero dejaba que la persiguiera. Ni trabajo ni familia me importaron. Había enloquecido y estaba desatado. Ella se divertía con mi asechanza. A veces permitía mi acercamiento, paraba, me veía de reojo y con desprecio, y extendía la mano derecha, y así yo podía darle unos candorosos y absurdos besitos. Aunque casi siempre rehuía mi cercanía. Y eso, me ponía más atolondrado. Yo fui alcohólico, y sé lo que es la fuerza del vicio. El arrastre que provoca. Era 13 de julio, y se acababa mi tiempo. Entonces habló, por única vez: Si te metés al encierro con los 6 toros y salís con bien, te daré un premio. No quise más y le dije que lo haría. A las ocho de la mañana estuve listo y entré. Aquello era delirante. Correr y correr. Unos reían, otros lloraban y unos más iban con las caras desencajadas. Pero a los pocos minutos resbalé y los toros me patearon y cornearon. Fui a dar al hospital. Quedé mal. Sin un brazo y una pierna, y así era difícil que pudiera seguir persiguiendo a aquella mujer.