LA TERCERA ES LA VENCIDA
José ángel Bañuls Ramírez
Estaba siendo una noche de no pegar ojo. Vueltas y más vueltas en la cama. Sudor y nervios, ningún descanso. Los zarandeos continuos de mi pesadilla, maltrataban sin pudor la noche y todos los fantasmas se citaron a la fiesta, castigando mi insomnio con una retahíla de cacofonías que impregnaron la habitación de puro miedo al pasado:
– No puedes salir de casa.
– Olvídate de quedadas con la pandilla.
– Precaución. Distancia. Cuidado.
Y rebotando en mi cabeza una voz chillona no paraba de gritar ENCIERRO, ENCIERRO, ENCIERRO.
Me rebelaba a no salir. Era demasiado tiempo ya arrinconando la vida y, en algún momento que apenas sabía situar, una luz se había encendido. Parecía que, por fin, vencíamos la batalla. Empezamos a descubrir las caras, medio ocultas ya dos años, a respirar sin miedo, a retomar la calle.
Tan convencido de haber reencontrado la ilusión, me negaba a verme otra vez derribado. Acosado por aquel carrusel incesante de voces, cerraba fuerte los ojos, maldiciendo, sin lograr despejar el pánico. ENCIERRO, ENCIERRO, ENCIERRO.
Amanecí devastado, el armario abierto y en primera fila mi ropa de corredor y la pañoleta roja. Entonces ENCIERRO cobró un nuevo sentido. Y renací pleno.
FRUSTRACIÓN (O LA COSTUMBRE DE SOLTAR)
José Antonio Gago Martín
A mi padre la polio le jodió una pierna. Para un pamplonica esa es la peor de las condenas, no poder correr delante de los toros en los sanfermines.
Para las demás cosas de la vida se ha defendido bien, montó un bufete y se dedica al derecho civil, pero en ese punto de la cojera le ha quedado un resquemor, como una dolorosa cicatriz en el alma.
Así que, por eso de proyectar en los hijos las propias frustraciones, me fue preparando desde mi más tierna infancia para correr. Cuando tenía dos años me llevaba al pueblo de la abuela, me encerraba en el gallinero y me soltaba un gallo pedrés que me perseguía sin descanso. Y después, siempre que había ocasión, en vez de llevarme a Eurodisney, me llevaba a las capeas y me soltaba una vaquilla.
Desde que cumplí los dieciocho ya puedo correr, pero por rebeldía (y porque prefiero correrme una juerga) a las ocho, en vez de acercarme a Santo Domingo, me vuelvo a casa, a dormir la mona.
Mi padre me espera en el pasillo y me suelta una hostia, sin explicaciones. Yo no se lo tomo a mal, sé que me la merezco. Por descastado.
SAN FERMÍN
José Antonio Lozano Rodríguez
SAN FERMÍN
Apenas son las siete de la mañana del día siete del mes siete y el Santo aparece por el principio de la Cuesta de Santo Domingo en una procesión de varias personas que acompañan la imagen que va a ser expuesta en la hornacina desde donde protegerá el último encierro.
Los mozos de harina, que comienzan a llenar la calle, hacen un pasillo respetuoso y algunos aprovechan para tocarlo o besarlo fugazmente, después de santiguarse, mientras se coloca la escalera desde la que podrá ser izado hasta su lugar destacado para convertirse en el principal testigo de todas las carreras.
Las dos mujeres en alto se empeñan en acomodar amorosamente la imagen en la hornacina, llenándola de claveles rojos y organizando los candelabros a ambos lados de la capa roja y profusamente decorada.
Cuando han acabado su tarea recogen y lanzan una mirada de complicidad al santo mientras se alejan suavemente esquivando a los mozos que ya llenan la calle y les aplauden sin cesar. Pronto sonará el chupinazo irremediable y en sus rostros se puede apreciar cierta vergüenza apenas disimulada por los aplausos recibidos, pero asimismo la inmensa paz de comprobar que todo está una vez más en su lugar preciso.