XIV Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín


CONVIVIR

Juan Ignacio (iñaki) Arbilla Ruiz

Ardía en deseos de que llegara julio. Por fin, tras dos años de parón, disfrutaría de las mejores fiestas del mundo. No pensaba perderme ningún acontecimiento esencial. Desde el almuercico hasta el pobre de mí. No me asustaba el gentío. Al contrario, adoro las masas. Y pronosticaban que Pamplona estaría atestada durante esos días.
Pero, si he de ser sincero, no me he sentido bien recibido. No sé. Esperaba que los pamploneses, y los foráneos también, me acogieran como a uno más.
No ha sido así.
Y esta mañana he descubierto el porqué. Ha sido durante la comparsa de gigantes y cabezudos. Lo que he escuchado me ha hecho sentir el peor ser vivo sobre la faz de la tierra.
— Ay, si el abuelo estuviera aquí, lo que habría disfrutado.
Sé a quién se referían. A José me lo llevé por delante durante la primera ola de la pandemia, cuando más exultante me encontraba. Lo recuerdo perfectamente. Ni le dejé despedirse de los suyos.
Así que tampoco me extraña que durante estos días no haya provocado más que algún sustico que otro. Al fin y al cabo, igual se trataba de eso, igual estas fiestas tratan de eso, de convivir.
 

POBRE DE ÉL

Juan Luis Suarez Madrid

El frío mortal de la mazmorra le helaba los huesos, haciendo que todos y cada uno de sus músculos tiritaran desbocados mientras sus dientes castañeaban sin remedio. Pero su alma seguía abrigada por su fe inquebrantable a Cristo, a pesar del sufrimiento que el gobernador de Amiens había infringido a su persona durante las últimas siete horas de injusto cautiverio avalado por imperial orden romana.
La humedad era insoportable dada la cercanía del río Somme, lugar donde durante siete meses, él mismo, el obispo Fermín, había convertido y bautizado a cientos de sus galos vecinos. Pero ahora se encontraba rotundamente solo, abandonado por sus atemorizados feligreses, torturado sin piedad por sus crueles carceleros, rodeado por gruesos muros de piedra que secuestraban sus plegarias inconmensurables, y acorralado por el olor nauseabundo de sus propios vómitos de vino aguado y pan rancio. Incluso en un acto deplorable, le habían amordazado con un pañuelo para que sus rezos no atormentaran los infieles cerebros de sus captores.
Casualmente, ese mismo trozo de tela sirvió para limpiar la sangre que tiñó la afilada hoja del hacha que, de un solo tajo, rebanó su cuello, dando comienzo a su leyenda y aclamación popular.
 

LA SEÑAL

Juana Algaba Jiménez

El viento me tuvo despierta buena parte de la noche. Sufría por las flores, esos claveles blancos y rojos con los que habíamos adornado balcones y ventanas para que nuestro barrio luciera como nunca. Sufría por que en pocas horas el chupinazo daría lugar a la semana más esperada y el vendaval no paraba.
Al amanecer, dejó de soplar. De la calle me llegaba la charla excitada de algunos vecinos madrugadores, que seguramente al igual que yo, habían pasado media noche en vela.
Mientras me echaba una bata y me atusaba el pelo, escuchaba frases como, “están todas las calles igual”, “como ha podido pasar”, “no me lo puedo creer”….
Intrigada salí al balcón y vi con asombro como la calle estaba cubierta de un manto de pétalos blancos, sólo de pétalos blancos. Nunca había visto nada igual. Los claveles rojos seguían adornando nuestras casas, y los blancos se habían deshecho regalándonos la mejor de las alfombras.
Miré a mis vecinos y nos echamos a reír gritando ¡Viva San Fermín! Después de dos años sin fiestas, ÉL, con ese milagro blanco y puro, nos decía que este año sería recordado como el mejor de la historia.