EL CAPOTICO DE SAN FERMÍN.
Rubén Mina Pérez
Siete de julio. Ocho en punto. Estallido del cohete que anuncia el comienzo del primer encierro de los Sanfermines. Los mozos, encomendados previamente al Santo, esperan ansiosos a los astados. Se abre la puerta de los corrales. En avanzadilla el séquito de cabestros protegiendo a los morlacos gaditanos de Cebada Gago. La suerte está echada.
Me apresuro, no sin dificultad, a salir lo más rápido que puedo al balcón del piso de mis padres. Vistas privilegiadas de la Calle Mercaderes y la curva de la Estafeta. Este año toca verlo y vivirlo desde otra perspectiva. Estoy postrado y no puedo disfrutarlo desde el asfalto.
Estamos en el balcón como sardinas en lata, gracias a mi aparatoso artilugio de dos ruedas. El bicho, como yo lo llamo, ha decidido dejarme por el momento de esta guisa.
Ya se acercan, los siento y en un abrir y cerrar de ojos pasan. Es curioso pero lo he vivido con la misma adrenalina y pasión de siempre como si estuviese en carrera. Y así es carrera continua contra el cáncer.
Fin del encierro. La emoción me embriaga. Noto las manos de mis padres en mis hombros. Miro al cielo y rezo. “Tocayo, gracias por seguir echándome un capote”.
CICLO EN BLANCO Y ROJO
Amaia Ambustegui Lapuerta
Unos regios gigantes me dieron ufanos la bienvenida con sus proezas giratorias. Pronto mi sonrisa fue llanto: tuve miedo a unas figuras cabezonas que atizaban a los de mi tamaño. Pero sentí la protección de un santo moreno que me sonreía y me calmé al instante.
A lomos de un caballo engalanado noté el calor, el olor animal, la raza. Y toqué al día siguiente otro de cartón, mitad equino, mitad hombre, cuya intención era asustar a niños y mayores. El ferial vespertino me recibía con música estridente y sirenas, luces de neón, remolinos y rifas y olor a comida.
A las diez con los amigos, las primeras veces en las primeras noches sin acompañamiento familiar. Fuegos y bocatas, excesos también. Bailé sin descanso, sin mirar el reloj y sintiendo cientos de miradas de otros tantos países. Algunos de aquellos ojos fueron mis cómplices y caímos sobre la hierba en un beso apasionado. Noches veraniegas, de diversión sin igual, daban la bienvenida al alba, a la carrera mañanera de seis astados y miles de inconscientes, al chocolate con churros y a la siesta diurna.
Volví a perseguir kilikis, con unos dedos diminutos enredados en los míos. Deseo que vivas todo lo que yo disfruté.
EL ICONO
Silvia Carpena
Aún quedaba un trecho hasta Pamplona. Yo iba poco a poco avanzando, cuidándome mucho de que no me descubrieran. Era un icono y no podía desaparecer de la noche a la mañana.
Apenas el viento notaba mis delicados meneos y, mientras tanto, la gente que pasaba a mi lado me saludaba, totalmente ajena a mi propósito.
He de decir que las noches me permitían más margen de movimiento. De repente, pasaba de estar en Tudela a mimetizarme con los molinos de viento cercanos a Olite.
Ya quedaba poco.
En apenas un suspiro abandonaría la carretera que me había visto nacer para llegar a la reunión anual más importante para mis parientes.
Tres kilómetros y llegaría.
A lo lejos, un niño en un monovolumen decía algo mientras me señalaba.
-«Mamá, ¿has visto a ese toro que lleva un pañuelo rojo al cuello? Parece que lleva prisa.»
– «Hijo, es un cartel con forma de toro gigante. Aunque pueda parecerte que se desplaza, no se mueve.»