XVII Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín

¡POBRE DE TI!

José Antonio Gutiérrez García

¡…Chupinazo!
-¡Seguidme! ¡Cabeza alta!- bramé a mis hermanos. Tiraban los cabestros. Mil pañuelicos escarlata nos llamaban; salivamos. A mi señal la manada se separó.
-¡Suéltame el asta!- mugí cabeceando; el mozo kamikaze debió confundirme con un toro mecánico. Cayó un joven delante, muchos tropezaban… Entre llantos de zapatos olvidados y embestidas “dominó”, ¡Los pisoteamos! El que avisa…
Un pelirrojo agarraba mi rabo, confiado, apestaba a vino, me giré y mi bro “el Rompío”, corneó su cacha, ya emboñigada -¡Pobre de ti!- le bufé mientras volaba. Ensordecían los rugidos… En la curva de Estafeta resbalamos. El empedrado olía a huesos quebrados, a sangre, a corazones apasionados. Me levanté… Galopamos -¡Olé!- eléctricos recortes nos toreaban. Miré los balcones, saludaban devotos, ¡aterrados! De reojo vi como un calvo danzaba entre astas, como cautivado por el violín de Pablo.
-¡Oh San Fermín! Juro que castigaremos a los irrespetuosos, cabezones convencidos de más derechos que los propios Cabezudos -mi lengua, en punta, señalaba corredores, a todos, a ninguno… -Mejor que corran delante, tampoco me fío.
Pudimos matar, sí, pero saltamos y sobrevolamos aquel túnel, ante gritos amontonados. Luego en la plaza, ululaban indultos de sirenas sobre vómitos de burladeros; entonces, bravíos, trotamos hacia los corrales a empitonar al destino.
 

EL DEL CASCO

José Antonio Sánchez Ramírez

Cada año lo mismo: camiseta blanca, pañuelo rojo… y casco de ciclista. Rojo fosforito, con pegatinas. Era el primero en calentar, el último en irse. Le llamaban “El Indurain de San Fermín”.
—¡Cuidado, que viene el del pelotón! —le gritaban en Santo Domingo.
—¡A rueda, a rueda! —se reían otros al verle pasar.
Él no decía nada. Corría serio. Siempre por la derecha, nunca en cabeza. El casco bien ajustado.
Este 8 de julio, en la curva de Telefónica, cayó uno. Fuerte. Contra el suelo. Fue él. Se oyó el golpe seco. Todos corrieron a mirar. Se levantó tambaleando. Mareado. El casco, rajado. Pero vivo.
Al final del recorrido, en la plaza, uno de los que siempre se reía se le acercó. Entre guasa y respeto.
—Tío, ¿pero qué te pasa? ¿Tienes miedo o qué? ¿Por qué llevas eso cada año?
Él se lo quitó. Tenía los ojos enrojecidos.
—Porque mi hijo no lo llevaba.
Y se alejó.
El otro se quedó quieto, con la sonrisa a medio apagar. Luego se quitó el pañuelo, se lo metió en el bolsillo. Miró hacia los toriles.
Y no dijo nada más.
 

LA SANGRE LLAMA

José Antonio Carrero Chigne

“… siéntate a mi lado y escucha con atención.”
“Hace ya setenta años que llegué a Almería siendo un adolescente lleno de esperanzas. Hice de todo para sobrevivir. Finalmente pude abrir una bodega, que gradualmente se convirtió en una exitosa cadena con el paso de los años. La cuenta bancaria ya estaba repleta pero algo me faltaba. Y ese algo era visitar la tierra de mis ancestros. Pamplona. La sangre avisa, y me avisó ir los primeros días de julio. Y eso hice”
“Apenas salí del aeropuerto la emoción me embargó. Y lo mismo pasó al escuchar el cohete, ver la estampida, los bailes, las multitudes, y sentir los aromas y sabores. Desde entonces cada julio regresaba. Hasta que hace un par de años la sangre me volvió a avisar que debía regresar a Lima para morir en la tierra que me vio nacer. Y para buscar la posta del legado de sangre al pariente más adecuado. Tú, sobrino nieto, eres mi esperanza para que la familia retome los lazos con nuestras verdaderas raíces.”
Dos meses después José, con crespón en el brazo, salía del aeropuerto de Pamplona, y al ver el paisaje la emoción lo embargó.
 

EL PAÑUELO

Jose Carlos Vara Mata

Cada 6 de julio, Aurora sube al desván y abre una caja de madera donde guarda el pañuelo rojo de su hermano. Lo dobla con mimo, le pasa la mano como si peinara una ausencia, una lagrima se le cae y lo lleva a la Plaza del Ayuntamiento. No lo ata a su cuello, sino al banco donde él solía sentarse a ver el chupinazo y reunirse con sus amigos.
Julen nunca corrió. Decía que lo suyo era la música, no los toros. Tocaba el txistu con una alegría que arrastraba a las piedras. Una cornada lo dejó quieto antes de tiempo, en un encierro que no corría, el maldito cáncer se lo llevó.
Ahora, cada año, mientras la ciudad arde en jolgorio, Aurora coloca una rosa sobre ese banco. Nadie pregunta quién. Nadie quita el pañuelo.
Un día, un niño que jugaba en la plaza preguntó a Aurora:
—¿Y tú, corres?
Ella sonrió, mirando al cielo:
—Solo cuando suena la música.
Y en algún lugar, entre los balcones, una nota de txistu flota sin origen. Porque en San Fermín, no solo corren los cuerpos. También corren los recuerdos. Y estos aún siguen vivos. Por unos días Julen vuelve a sonreír.
 


XVII Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín

TAMBIÉN YO

José Antonio León Llorente

Cada siete de julio, Martín despierta antes del cohete. No puede correr. Nació con las piernas dormidas para siempre, y la silla en la que vive no da para encierros. Pero se anuda el pañuelo con la solemnidad de quien entra en la plaza.
Tiene seis años, un cuaderno. Con él, corre.
Dibuja Estafeta como la ve en la tele: curva viva, rugido de piedra, cuerpos blancos con miedo noble. Su trazo es torpe, como sus manos, pero firme como su fe. Colorea al toro: negro, sereno, con la dignidad de quien no embiste, sino acompaña.
—Yo también corro —dice sin alzar la vista.
Y nadie lo discute. Porque en ese folio caben balcones, peñas, tambores, mozos y un santo. San Fermín. Siempre San Fermín. Le sonríe desde una hornacina dibujada con pulso de esperanza.
Entonces el dibujo respira. El toro baja Santo Domingo, cruza el Ayuntamiento, dobla Mercaderes, avanza por Estafeta, roza Telefónica, atraviesa el callejón y entra en la plaza. Corre con él. No delante, no detrás. A su lado.
Martín guarda el cuaderno cuando suena el último cántico. Cierra los ojos. Lo sabe.
No corrió con los pies.
Pero nadie corrió más lejos.
Fue Pamplona por unos minutos.
Y eso basta. 

RONALD

José Antonio Gago Martín

—Uno de los heridos —me explica Fermín con ese estilo suyo tan envarado— era un americano de los auténticos, rubicundo y robusto, no como esos advenedizos que se cuelan en su país para mamar de las tetas del progreso e infestar las calles con drogas y delincuencia. Pude hablar después con él. Tiene veinticinco años pero ya pasó por la universidad con buenas marcas en atletismo, consumo de alcohol y sexo y sin tener que leer un solo libro. No le hace falta porque la familia tiene veinte mil acres de tierra en Arkansas y cientos de pozos petrolíferos en Texas. Ya tiene el culo pelado, cosa lógica si consideramos el tiempo que se ha pasado sobre una silla de montar. Cuando tiene un cuerno cerca, afirma con énfasis, la adrenalina le mana a chorros. No en vano estuvo en el asalto al Congreso, en Washington.
»No nos explicábamos, con esos antecedentes, que fuera el primer herido del encierro. Se aclaró con el testimonio de algunos testigos. Ronald, así se llama, al oír el chupinazo se tiró al suelo con las manos en la cabeza y empezó a gritar como un loco: «¡Estoy desarmado, estoy desarmado!». Y los toros le pasaron por encima.
 

SILENCIO ROJO

José Antonio Pérez Checa

El reloj marcó las ocho en punto.
¡¡Boom!! El cohete estalló y el suelo vibró bajo los pasos de los mozos.
Entre ellos, Iñaki apretó el pañuelo rojo contra su cuello, símbolo de valor y tradición. Sentía el corazón martillear, no sabía si por la emoción o por el miedo.
Detrás, los toros surgieron como una oleada de músculo y furia.
El encierro había empezado.
Corrieron por Estafeta como un solo cuerpo, esquivando cuernos y empujones.
Un joven tropezó y cayó, su pañuelo quedó sobre los adoquines.
Iñaki frenó, lo levantó del suelo sin pensar.
¡¡Uy!! Por un instante, sintió el aliento cálido de un toro rozarle la espalda.
Las sirenas de Cruz Roja y policía cortaron el aire.
En la barrera, un voluntario extendía los brazos.
«¡Aquí!», gritó.
Iñaki empujó al chico hacia la zona de seguridad, justo antes de que la manada pasara rugiendo.
Al final del recorrido, mientras se apoyaban contra la pared, jadeantes, el mozo rescatado le miró con gratitud muda.
Iñaki sonrió, el pañuelo rojo aun ondeaba en su cuello.
En San Fermín, la tradición no se mide en pasos, sino en gestos y convivencia, la verdadera esencia.
 

ERASMUS

José Antonio Tejeda Cárdenas

Bastó el estallido del cohete para que una estampida de pezuñas desgarrara la calzada.
El encierro avanza, veloz y salvaje, como si el tiempo mismo hubiera soltado su correa. Superadas están ya la cuesta de Santo Domingo y la curva de Mercaderes. Estafeta es toda una amalgama de músculos, astas y osadía humana.
Tanto gentío me arranca una lágrima. Me arde la nostalgia. Soy el eco lejano de las fiestas.
De pronto, un timbre estalla en el bullicio: descompasado, brutal. Sus decibelios desbordan mi paciencia.
Todos corren en dirección a la Plaza de Toros. Yo, absurdo y furioso, corro en sentido opuesto. Por el camino, atrapo el mando de la tele. Pulso un botón y me adueño del silencio.
Pero el timbre sigue. Insiste. Aturde.
Abro la puerta con el pulso casi deshecho: son mis vecinos. Por tercera vez esta semana.
En esta ocasión, aunque son muchos más, no hallo enfado en sus miradas. Visten de blanco y rojo, como yo. Me resulta incomprensible lo que dicen. Mis habilidades con el idioma letón continúan hibernando.
No sé qué buscan, pero lo intuyo. Con ademánes casi espasmódicos, los guío hasta el salón.
Igual si nos apuramos, aún podemos entrar todos juntos a la Plaza.
 


XVII Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín

TURNO DE SANGRE

José Alberto Ruiz Cembranos

No corre, no canta, no bebe.
Mientras otros se abren el pecho de júbilo bajo el sol impune, ella espera.
Sentada en la sombra de la ambulancia, repasa mentalmente las vías, las gasas, el pulso.
No grita. Ni cuando le tiembla el bisturí, ni cuando una mano ajena se le muere en la suya.
Lleva años tragándose el ruido, guardando la rabia detrás del silencio quirúrgico.
Conoce por dentro la geografía de la herida: el desgarro limpio, la astilla punzante, la arteria insomne.
A veces, en mitad de un gemido, ve ojos de madres que no llegaron a tiempo.
Entonces aparta la mirada, se traga el temblor y cose.
La llaman cuando sangra alguien de verdad.
Cuando el morbo se convierte en pánico.
Cuando el encierro deja de ser fiesta y empieza a parecerse a la muerte.
Nadie le pregunta su nombre.
Solo le gritan: “¡Rápido, que no llega!”.
Y ella llega.
Siempre llega.
Luego lava las manos en silencio, deja el instrumental en su sitio y desaparece entre el gentío.
Sin aplausos.
Sin rostro.
Sin nombre.
Como si su lugar no estuviera allí, pero tampoco en ningún otro sitio.
 

ECOS EN ESTAFETA.

Jose Alfonso Fernandez Martinez

Íñigo acelera. Siente el suelo moverse. Nota el calor en su cara. Escucha los gritos que lo rodean. El pañuelo rojo se inflama en su cuello y la adrenalina en su pecho. No reflexiona. Jala las piernas rápido. La curva de Estafeta se inclina. Evita como puede las sombras y los recuerdos. Ahí, en esa calle se decide todo. El verdadero corredor siente la historia en sus pies. El abuelo se lo dijo. Le dijo eso y la emoción indescriptible. Se precipita en la carrera, ya que el pasado y el presente convergen en cada zancada. Tropieza. Cierra los ojos, aguardando el impacto, pero no se produce. Parpadea y el rugido de los toros se disipa. Está sentado, con la manta sobre las piernas, frente al televisor. En la pantalla, un joven se levanta, se sacude el polvo y sigue corriendo. Íñigo mira su reflejo en el cristal. Viejo, cansado, pero aún ahí. Sonríe. Aún corre. Tal vez no en cuerpo, pero sí en alma.
 

SIGUE

José ángel Borrero Fernández

Sigue pensando en esa canción, no puede evitar el recuerdo. El eco mental es, a veces, insoportable y sabía que este año era especial, que debía ir, pero no debe.
Le pesa más la palabra que las posibilidades de disfrutar un año más en la vieja Iruña, levitando entre dulzainas a impulsos de multitud.
– Qué suerte tienen los que esperan dando saltitos mientras las espadas asoman por la curva del miedo.
Lo lamenta y roza una vez más la cicatriz de la victoria. Se engaña con el refunfuño de un encierro que ya ha perdido emoción y busca la excusa que compense el tributo de los años, veinte después.
Un nuevo quiebro le cambia el pensamiento:
– Pero es que otros siguen, voy a salir a correr.  

VOLVER A SENTIR LA DESBORDANTE ALEGRÍA

José Antonio Díaz Moreno

Sé que el tren me hará entrar en contacto con los que vamos a invadir una parte legítima de la tradición de una tierra muy querida para mí. Sé que los nervios me harán estar escuchando y charlando en el vagón bar hasta que notemos que salta de alegría el pobre de mí del año anterior. Sé que los abrazos y las melenas al aire, los canticos y el extraño aroma a entusiasmo, me harán compartir abrazos con quien no conozco, beber con quien habla desbocado y alegre, estrechar miradas con quien me insinúa un delicado deleite a atracción. Sé que cuando llegue a la estación tendré que postrarme y besar la tierra que va a darme un mensaje de hospitalidad, paz y festejo. Sé que añoraré no estar con más amigos y despistarme en impresiones y sensaciones. Sé que ser un hombre viejo y de pelo blanco me da derecho a sentirme joven entre los jóvenes que dan sentido a mi vida. Sé que mañana correré como antaño y que en esa marea blanca de negra testuz me daré prisa por alcanzar la mirada fija del animal bravo que tanto amo. Me cuelgo la mochila, las zapatillas y un entusiasmo cargado de años. 


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GORA SAN FERMÍN

Jose Ponce Navalon

Ahora que se acerca la gran fiesta de San Fermín, pasan por mi cabeza los veintiún años de condena. ¡Pobre de mí! Me he pasado media vida hablando todo el día con mi vecino de celda: ¡De toros, del Atético Osasuna, de lo buena que está la Michelle Pfeiffer, del funcionario que nos gorrea el pitillo de maría!
Se me ha olvidado todo: el espejo devuelve la imagen de un idiota de medio pelo. Ya no recuerdo si fui yo el que activó la espoleta, y tampoco recuerdo si estaba fuera o dentro del autobús cuando estalló como una pompa de jabón.
Salía con una chica, me dijeron que ya murió. Tuvimos un hijo…
No sé de qué hablaremos: ¿De toros, del Atlético Osasuna…? Este año llevaré atado al cuello el pañuelo que me enviaste por Navidad. Nos vemos en Estafeta… 

13 DE JULIO

Jose Luis Mediavilla Fuidio

Espero, tenso, junto a una multitud vibrante y acogedora… Chupinazo, carreras vertiginosas y tropezones. De pronto, me quedo solo en la Estafeta, un toro negro de ojos ardientes embiste furioso… Siente el roce de los cuernos… El aliento de la bestia… Bañado en sudor y paralizado por el miedo no reacciono, pero una mano amiga me rescata.
Mientras se dirigía a Pamplona, Julián había soñado con el encierro. Al llegar, se reunió con un amigo en San Nicolás. Integrados en una animada aglomeración, acompañados de bandas musicales, realizaron un recorrido etílico por el Casco Viejo. Al anochecer, bastante borrachos llegaron a Jarauta. La música sonaba sin cesar. Las peñas bailaban, cantaban y reían. Se arrimaron a la juerga y bebieron, bebieron y bebieron…
Julian despertó pegado al vallado. El sol pegaba de lleno, poca gente en la calle. Unos niños jugaban. Un anciano paseaba…
—¿Y el encierro…?
Sonaron doce campanadas en el reloj del Ayuntamiento.
Cuando regresó al pueblo, cabizbajo, una amiga le preguntó por el encierro.
—¡Cojonudo!… Corría entre colegas, pero en la Estafeta un toro negro de ojos ardientes me embistió furioso. Sentí el roce de los cuernos… El aliento de la bestia…

 

LO QUE MERECE SER VIVIDO

José Reinaldo Pol García

Desde niño me ilusionó la idea de correr en los sanfermines. Por circunstancias de la vida lo fue posponiendo dándole prioridad a otras cosas. Un día tuve un accidente de coche y quedé cojo de la pierna izquierda. Mis amigos cuando me visitaron me decían:
«! Qué pena, ya no podrás correr en la fiesta pamplonica!»
Callé no dije lo que pensaba pero al año siguiente llegado el mes de julio les dije:
-» Me voy a los sanfermines. ¿Venís?»
Ellos contestan:
-«! Qué dices, estás cojo!»
A lo que les digo:
-» Cojo ya estaba en mi vida sin ir a vivir esa fiesta.»
Marché a ella y corrí según mis facultades físicas delante del toro pensando que mientras hay vida debemos hacer que viva esta fiesta inolvidable. la peor cojera es no asistir a este evento que te rehabilita moralmente.
Cuando regresé asombrados decían mis amigos:
-! Mirad, no le pilló el toro!»
A lo que respondo con alegría:
-» El peor toro es el de la indecisión y cobardía que os hacer no vivir los inolvidables sanfermines.»  

EL TORO

Jose Alberto Malichio

El toro no huyó por las calles como dictaba el ritual. Se detuvo en el bar del alquimista. Allí, entre humo de pipas, se enredó en una pelea brutal. Los parroquianos, hombres de manos callosas y mentes estrechas, temblaron no por sus vidas, sino por la virtud dudosa de sus mujeres. ¿Qué oscuro hechizo podría lanzarles aquel ser de cuernos retorcidos?
Ante el tribunal de notables —hombres de levita gris y moral más gris aún— el toro fue acusado no solo del asalto al establecimiento, sino algo mayor: haber burlado su trabajo. Durante años, su obligación de correr, embestir para alegría del pueblo. Pero él, rebelde de pezuñas, prefirió el libertinaje, robándose a sí mismo del espectáculo.
Atado al atril, el toro apenas sostenía la cabeza. No por miedo, sino por los dos toneles de cerveza que llevaba dentro, bebida nunca pagada. Cuando el secretario leyó la sentencia, el animal bufó, sacudió su cola negra hacia las damas del tribunal.
Lo enviaron a una cárcel en Navarra, pero ni allí cesó su insolencia. Robaba pan a los otros condenados —ladrones de gallinas, blasfemos, un poeta—, como si supiera que sus pecados eran menores comparados con el suyo: haber vivido cuando debía haber corrido.

 


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EN EL SILENCIO DEL ASTA

Jorge Luis Reyes Pena

EN EL SILENCIO DEL ASTA

Tras el estruendo del cohete, se desata la estampida de piernas, pañuelos rojos y miradas encendidas. Entre ellos corre Nerea con pasos firmes, los ojos clavados al frente, ajena al atronador bullicio.

Los toros vienen detrás con sus bramidos espantosos. Cada paso, una promesa temeraria de aquellos sables enfurecidos. La multitud corea, huye mientras la intrépida mantiene el ritmo, como si solo escuchara trompetas de a degüello.

Entonces, un rugir distinto, más grave. Un enorme felino, escapado de la jaula que lo transportaba por la calle lateral, irrumpe en la carrera.

— ¡Un tigre! ¡Evacúen la calle Estafeta! —tronó el altavoz.

La estampida se volvió pánico. Algunos escalan balcones, otros caen al suelo. Todos huyen menos ella, ignorando, incluso, a su hijo de 10 años que desde un balcón, atónico y petrificado, mira el espectáculo.
El sudor le obstruye la vista, las piernas temblorosas y un traspié la llevan al piso, pero no se detiene. Reptó entre la sangre y el polvo hasta cruzar el límite de la plaza.
Los gritos cesan. Un dardo hipodérmico hace desfallecer al felino.
Las cámaras enfocaron a la implacable maratonista, exhausta, aún en el suelo.

Ha ganado la sorda. 

DESDE BRASIL

José Muñoz Cabrera

Las cinco horas de diferencia con la Península Ibérica hacía que Juan Castillo tuviese que levantarse antes de las tres de la madrugada si quería ver en directo por Televisión Española los encierros de los sanfermines.
Era tanta su pasión por esta fiesta que, a pesar de hacerse el remolón en la cama durante casi diez minutos, no faltaba a su cita y encendía el televisor un buen rato antes de que todo comenzase. Sin problema esa era la rutina diaria que seguía. Y los tres primeros días todo transcurrió con normalidad, pero algo raro ocurrió al cuarto.
Se levantó como siempre, a la misma hora. Después de dar algunas vueltas en la cama, encendió la televisión, esperó a las ocho horas (siete en Canarias), pero no aparecían las imágenes del encierro. No sabía qué había pasado.
La respuesta no le vino al instante. Por su cabeza las elucubraciones fueron múltiples. Pensó de todo. Consultó los relojes, el de pulsera y el despertador de la mesita de noche. Nada. Los dos marcaban en ese instante las tres y diez de la madrugada. Iba a prepararse un café, pero desistió.
Consultó el móvil. Este ya había incorporado el nuevo horario de invierno del hemisferio austral.
 

RIAU, RIAU, MI SAN FERMÍN

Jose Jimenez Gomez

Lo despertó un pinchazo fuerte al lado izquierdo del ombligo; creyó que la comida con exceso de harinas y carbohidratos le había afectado su dormitar.
—Doctor, el paciente por fin reaccionó —señaló la enfermera con una sonrisa angelical.
A su mente llegó el pistoletazo que escuchó en medio de una torre de babel andante y un colorido multicolor. No percibía con claridad dónde estaba ni cuánto tiempo llevaba en ese lugar.
«Es pan comido y cualquiera puede hacerlo” —se dijo, mientras corría delante de seis toros y dos rebaños con una varita de fresno en la mano, el último día de la fiesta de San Fermín.
Minutos antes, a las afueras de la parroquia de San Lorenzo, ajustó su vestido rojo con blanco y, anudando un pañuelo al cuello, corrió como un iluso gladiador emanando testosterona a raudales.
—¡Vaya equivocación! —Fue el doloroso quejido que se evaporó velozmente entre el bullicio del público asistente, mientras la sangre salía a borbotones. —¡Ay, pobre de mí! —gritó varias veces, como el que cantan los Sanfermines a ritmo lento y algo triste, después de la zarandeada del toro principal.
—Todo está bien amigo, fue solo el susto —dijo el médico encargado levantando la venda de la cintura.
 

MI PRIMER ENCIERRO

José Martínez Moreno

Me encerraron junto a mis compañeros en un recinto vallado al aire libre. Todos nos mirábamos entre confusos y temerosos. Nadie entendía qué ocurría.

De pronto se escuchó una detonación que rompió la calma de la mañana. La puerta del recinto se abrió y salimos disparados a la carrera.

Al rato nos vimos corriendo entre calles angostas y resbaladizas, rodeados de una multitud que también corría y que producía una envolvente algarabía de gritos y voces. Era palpable la tensión en el ambiente, los nervios, la adrenalina…, pero mientras corría, todo eso fue transformando mi confusión y mi temor iniciales en una creciente sensación de libertad y euforia. Fue entonces cuando comprendí que aquello eran los sanfermines de los que tanto había oído hablar y me sentí un privilegiado por poder vivirlo y experimentarlo en primera persona, o mejor dicho, en primera res. Y también comprendí otra cosa: había nacido para eso.

Y era fantástico.