XVII Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín
GRACIAS, SAN FERMÍN.
Ivonne Del Pozo Pacheco
Fueron en aquel invierno tus ojos los que quisieron robarme el color de mi alma. Llegó la primavera y seguía queriendo huir de tu suavidad.
Pocas noches en ti bastaron para arrancarme algo más que el sueño. Me quitaron lo que más tarde me fue devuelto.
Tu generosidad me cautivó, una esencia insospechada que me atrapó, exageradamente, como una cabaña y su fuego en el monte, en una tarde con tormenta de nieve.
Mi huida a Pamplona fue, en julio, totalmente premeditada. Me lo había prometido decenas de veces, hasta que rozando los cincuenta le eché valor y volé.
Quería alejarme y encontrarme.
Allí, dispuesta a la sangre y el olor de los toros, busqué a Hemingway en los acentos ajenos, logré lo que no había conseguido en meses. Me reconocí. Entre tanta gente que sudaba sus tristezas y sus alegrías. Yo era una más: latiendo nuevamente.
Allá me dispuse a sudarte… Justo en aquella tarde intensa de lluvia. Expiación necesaria. «¡Pobre de mí!» Grité al unísono.
Olvidé tu calor. Te guardé para siempre. Meses de lucha interna.
Pamplona y su murmullo intenso me acunaron. Vibré.
Satisfecha y agradecida estoy a San Fermín por la oportunidad de ser libre otra vez
EL PULSO DE LA FIESTA.
Izaskun Albéniz álvarez De Eulate
La tinta impresa en las palmas de las manos, los cordones atados y las voces al aire. Sobre un estampido de pólvora, vibra el hálito grave del torrente de astados en la espalda mientras el corazón late en un puño. Suena el revuelo en espiral del frufrú de las faldas de los gigantes y los chupetes cuelgan de la mirada inocente de los ojos infantiles.
Una sonrisa clandestina. Pinchos y un puñado de brindis al amparo de los chistus. La exaltación de la amistad antes de un beso furtivo bajo las estrellas piromusicales.
Después, los adoquines enjabonados y de vuelta, antes de las ocho, las voces de los mozos trepan de nuevo por la hornacina. Sonrío. Un día más todo está en orden bajo el manto.
RECUERDOS VERDADEROS
Jacobo Vieites Sánchez
Corre. Las suelas golpean los adoquines. El aire huele a adrenalina, sudor y fiesta. A cada zancada, siente el retumbar de los toros acercándose. Gritos. Empujones. Alguna caída. Él salta, sigue. A su lado, un chico lo acompaña con ojos brillantes, iguales a los suyos en su primer encierro. Doblan la curva de Mercaderes. El muro de cuerpos se abre, la plaza les espera. Lo han logrado. Otro encierro. Otro 7 de julio.
Lo recuerda siempre igual. Todos los días. En su habitación del geriátrico, repite la carrera palabra por palabra. A veces corre solo, otras con aquel amigo que murió hace ya décadas. En ocasiones no recuerda ni su nombre, pero sí cada piedra de la calle Estafeta. Así cada día desde hace ya seis años.
Hasta que su hijo lo toma del brazo mientras lo escucha una vez más entre la multitud. Entonces el chupinazo interrumpe su infinita historia bajo el sol del mediodía. “Viva San Fermín”, grita el anciano con los ojos rebosantes de juventud. Y por un instante, durante ese día de julio, el encierro que repite cada mañana en su cabeza no es una trampa de su memoria, sino una verdad compartida.
Una victoria contra el olvido.
EL CUERNO DE ORO
Jaime Huerta
Pamplona era un hervidero de pañuelos rojos. Entre la manada oscura, uno destacaba: un toro azabache con un cuerno de oro macizo que refulgía bajo el sol navarro. Nadie sabía de dónde había salido, un murmullo recorrió la calle : «El cuerno dorado otorga la inmortalidad por su asta en la embestida».
La multitud, antes temerosa, ahora se debatía entre pánico y una codicia sobrenatural. Los mozos más osados intentaban acercarse, provocar la embestida que les cambiara el destino. El toro, de nombre «Deseo», parecía consciente de su poder, esquivando con inteligencia : ¿Quién sería el elegido? ¿O el condenado a una eternidad incierta?
De pronto, «Deseo» fijó su mirada en un joven vestido de blanco impoluto, paralizado en mitad de la calle. El tiempo se detuvo. El toro arrancó, el cuerno dorado apuntando certero. Un grito ahogado. El joven voló por los aires, una sonrisa extraña en el rostro al sentir el frío metal en su costado. La leyenda era cierta. Pero la euforia duró poco. En la confusión de la plaza, una estocada certera, por error o por ignorancia acabó con la vida de «Deseo». La inmortalidad había sido concedida, pero el portador de la magia yacía sin vida en la arena.