Capítulo V.La importancia de llamarse Ernesto 2


Tras ser rescatada de la lasciva manada de toros azules y testículos sobredimensionados, nuestra francesita pasó a disfrutar propiamente de la fiesta, ésta vez ya escoltada por el bizarro espécimen de uno noventa, nariz griega y tupido bigote que se había presentado a ella como Papytu. Todo el mundo estaba enfrascado en un ambiente distendido, ameno y lisérgico. Sin duda alguna que todo ello estaba bajo la influencia de la peculiar bebida azul pitufo, de la cual ya había ingerido una cantidad suficiente como para empezar a notar una extraña relajación, mezcla de confort y vértigo, acompañada de una predisposición a la distensión, relajación y empatía hacia cualquier agente exterior.

De hecho, Lou-Lou no lograba fijar su atención en nada en concreto. La fiesta fue transcurriendo de manera natural, fácil de seguir gracias a toda una pléyade de personajes propios y peculiares que fueron incorporándose a la fiesta de los guiris. Creyó distinguir a un mono con patines y tirantes, fumando un espectacular puro y con una bandeja llena de pastillas de colores, una serie de personajes disfrazados de gigantes y cabezudos, otros de mulilleros, algún sanfermín humano, sin olvidar a su particular cicerone, el torero falocrático con bigote.

 Empezaba a sentirse un tanto mareada, así que fue a tomar aire fresco a la calle. Fue allí donde se tropezó con un personaje salido de otra época. Era un hombre entrado en años, pelo y barba blanquecina, sonrisa perenne coronada por una mirada franca y un tanto vidriosa. Pertrechado con una bota y un habano, le saludo de manera amistosa:

 -Aló Lou-Lou, me llamo Ernesto- afirmó de manera solemne, gustándose, como si el llamarse así estuviera dotado de una notoria importancia., mientras ofrecía su antebrazo invitándola a seguirle.

 Lou-Lou, sin extrañarse por el motivo de que todo el mundo parecía conocer su nombre, no dudó un solo instante y pensó que ese día no tenía sentido renunciar a los instintos. El suyo le decía que debía seguirlo.

 Se dirigieron hacia la parte de Navarrería, donde el bullicio era frenético. Un grupo compuesto por marmóleos rastafaris africanos golpeaban de una manera bestial sus enormes y coloridos yembés. Lou-Lou notaba dentro de su ser cada golpe que daban, retumbando en su pecho haciéndole botar, tanto a ella como a Ernesto, que parecía no acusar su veteranía por la manera que saltaba e invitaba a la marabunta a vino.

 Emplazada en el centro, una fuente de piedra rodeada de gente, que vitoreaba a los valientes que la coronaban , de unos diez metros de altura. Cuando alcanzaban su cima, se dejaban caer espectacularmente desde lo alto con los brazos extendidos hacia el vacío. Justo cuando el estozolón era inevitable, la marabunta rescataba milagrosamente a los valientes, quizás inconscientes, que se lanzaban desde lo alto.

 Lou-Lou, fuera de sí, empezó a escalar la fuente sin pensarlo dos veces. No era un asunto fatuo, ya que había que esmerarse en colocar bien los brazos y las piernas entre la gente y la piedra que estaba embadurnada con todo tipo de bebedizos y restos no identificados. Más vale que un hercúleo brazo, sin preguntarle siquiera si necesitaba ayuda, la elevó hasta la corona de la fuente. Era el güiri con el que había compartido aquella tarde sanferminera entre las paredes de la pensión Benantzio. Sin cruzar palabra, únicamente con su sonrisa, la abrazó y le propinó un tremendo, largo, apasionado y lascivo beso. La muchedumbre vitoreaba, aullaba, silbaba, los yembes se aceleraban al ritmo de su corazón, que latía de manera frenética y descontrolada. Al terminar el beso, sin dejar siquiera escapar palabra alguna., se dio la vuelta y se lanzó de manera espectacular al vacío. La gente, loca, celebraba la osadía de aquel muchacho australiano. En un segundo había logrado hacer lo que todo el mundo estaba deseando, de manera sencilla y natural, apócrifa y un tanto canalla, mezclando el riesgo y el valor con la pura obscenidad. Al llegar abajo fue vitoreado, alzado y manteado por el populacho, ebrio y desatado. Allí sólo valía lo salvaje y no había sitio para los cobardes.

 La vista desde lo alto de la fuente era espectacular. La masa blanca y roja, con los brazos en alto, aplaudían al unísono a nuestra francesita, animándola y tratando de infundirle valor. Las piernas le temblaban, no pensaba que la altura era tan alta. Allá abajo, el guiri, Ernesto, y demás engendros humanos desmadrados le animaban, desatados ellos también dentro de aquel akelarre sanferminero.

 Extendiendo los brazos en cruz, sacando los pies al borde el abismo, cerró los ojos. Tantas veces había elucubrado con esta situación, pero sin gente y en solitario. Pero ésta vez era diferente. Esa era la magia de los sanfermines. Ésta vez el resultado no tendría porqué ser funesto y oscuro. Sonriendo, abrió los ojos y dándose la vuelta, se puso de espaldas. La plaza de Navarrería rugió como pocas veces se ha escuchado. Lanzándose al vacío, se dejó caer de espaldas. Mientras caía en unos interminables instantes, pudo observar cómo el cielo estrellado de Pamplona se iluminaba en su inmensidad con unos estruendosos, colosales y magníficos fuegos artificiales.

 (Continuará….)


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