Sorbete de limón 7


Se paró en seco, repentinamente, en un punto inconcreto del espacio que hay entre la puerta de entrada más próxima a los corrales y la siguiente, todavía fuera de la plaza. El calor era sofocante. Apoyó en el suelo el pozal que traía desde la peña, cuya asa le estaba lacerando las palmas de las manos. No tenía costumbre de llevar toalla a los toros y no pudo aprovecharla por tanto para acolchar la varilla del asidero.

Eran aproximadamente las seis menos cuarto, y las cuadrillas se afanaban en clarificar todo lo relacionado con las entradas (compra, venta, reparto, etc.) y en autocompletarse, esperando a que todos sus miembros hicieran acto de presencia.

Decidió que no podía esparar más y así me lo dijo. Ipso facto levantó la tapa del cubo y apareció lo que parecía ser un brevaje grumoso de tono blanquecino. ¡Sorbete de limón! A priori no me pareció buena idea, prefería mantener el contenido íntegro para dar buena cuenta de él dentro del coso.

Pues bien, ante mi perplejidad, comenzó a remangarse la camisa y aparecieron ante mí dos fornidos antebrazos más propios de Popeye en lo que a tamaño de refiere, y sin duda más propios de Basajaun en lo tocante a la frondosidad de su recubrimiento capilar. Parecían selvas vírgenes de pelos negro azabache . Endemoniadamente negros y largos.

Sin titubeos, al volapié, introdujo uno de ellos hasta la bola en el cubo y empezó a revolver la mezcla que a los pocos segundos recuperó su estado homogéneo original. Extrajo el brazo y lo sacudió repetidamente, tanto para desprender los restos del engrudo como para recuperar el calor perdido.

Sacó dos vasos de plástico de una bolsa y los introdujo hasta hundirlos en el espeso contenido, de modo que los extrajo llenos a rebosar. Me pasó uno.  Me supo a gloria. A escasos metros, una chica que había presenciado la escena completa, ponía una mueca de asco que todavía recuerdo.


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