Josemiguelerico y los chupetes
Mis dos primeras entradas en el blog hablaban sobre los padres así que hoy, para cerrar mi colaboración en 2015, voy a hablaros de San Fermín y los hijos. Sé que es un tema peliagudo. No solo por las silletas, que es algo que genera bastante polémica por estos foros; sino, sobre todo porque la mayor transformación que una persona sufre en su forma de vivir estas fiestas es, precisamente, la maternidad/paternidad. Es tener un hijo y, de repente, descubres un nuevo mundo. Hay vida después del encierro. Concretamente gigantes, la noria y las barracas, desfile de las mulillas, las actividades en Conde de Rodezno, globos de helio, toro de fuego…
A pesar de eso, algunos y algunas intentamos no perder las buenas costumbres y, gracias a la inestimable labor de los abuelos convertimos esos nueve días en una interminable gaupasa en la que fuerzas al límite a tu cuerpo como un deportista de élite durante las olimpiadas. Porque tratar de aguantar el ritmo de día y de noche debería ser deporte olímpico. Esas veces que estás cerrando el Iruña mientras ves amanecer de camino a casa (en el caso de no haber decidido por el camino que ya, total, te quedas a ver el encierro) y para las 11 te han traído a los críos, enredados en un globo volador que se quedará blandurrio pegado al techo de casa (si no se ha volado mientras intentas cruzar el paseo sarasate mientras tu niño mira al cielo y llora desconsoladamente. Y tú, parapetada en tus gafas de sol piensas que la que tiene ganas de llorar eres tú si no te tomas pronto un martini o algún otro brebaje revitalizante…).
Yo he ido con mis hijos a todos los sitios que se supone que tienes que ir si quieres construir un nuevo sanferminero de pro. O tres, como es mi caso. Solo una vez cometí un error de principiante y llevo ocho años pagándolo muy caro.
A una de mis hijas no había manera de quitarle el chupete, así que cuando tenía poco más de dos años decidí hacer lo que se debe hacer: es decir, regalarle el chupete a Josemiguelerico, el gigante europeo. Craso error. Mi hija lloró tanto que tuve que volver donde el señor gigante y pedirle, por favor que me devolviera el chupete de la niña a riesgo de destrozar mis neuronas y las del resto del personal con sus gritos de angustia.
Mi hija siguió unos cuantos meses más enganchada al chupete, mientras yo pensaba que aquello tenía que ser tan difícil como dejar de fumar y, lo peor de todo… Aún hoy en día, ocho años después, sigue mirando con el mismo pavor al gigante europeo, mi favorito. Ella, en cambio, le tiene manía, un odio atávico, como si supiera que en sus manos se encuentran los sueños y las babas de los más pequeños de Pamplona, esos que construirán los sanfermines de dentro de veinte años.